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Covadonga: el alemán, el mito y la montaña

Pelayo, la batalla, la monumentalidad milenaria de la mole de Picos de Europa estaban ahí, pero fue al anidar en la sensibilidad romántica de Roberto Frassinelli, un forastero accidentalmente afincado en sus estribaciones, cuando germinaron y dieron lugar a lo que hoy son parque y santuario. Por MIGUEL BARRERO

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En las afue­ras de la pequeña aldea de Corao, sobre una pequeña loma, se levanta la igle­sia de Santa Eula­lia de Aba­mia. No se trata de un rin­cón exce­si­va­mente cono­cido, ni por los forá­neos ni por los pro­pios astu­ria­nos, y sin embargo cobija el embrión a par­tir del cual se desa­rro­lló el Reino de Astu­rias. Aun­que el edi­fi­cio date del siglo XII, hay cons­tan­cia de que exis­tió allí un tem­plo ante­rior, levan­tado segu­ra­mente en el VIII. No es fácil acce­der a su inte­rior –la ermita no tiene uso litúr­gico y el sacer­dote encar­gado de aten­derla reside en Mes­tas de Con, unos pocos kiló­me­tros al este–, pero quie­nes lo con­si­gan obser­va­rán, en los late­ra­les de su única nave, las lápi­das de lo que una vez pudie­ron ser las tum­bas del rey Pelayo y su supuesta mujer, la reina Gau­diosa, antes de que Alfonso X el Sabio decre­tara su tras­lado a Cova­donga. Escribo esto desde la con­je­tura por­que todo lo que rodea a ese matri­mo­nio es pura incóg­nita. No ha habido forma de docu­men­tar la exis­ten­cia de ella y hay serias dudas en todo lo que le con­cierne a él. Las losas sepul­cra­les ahí están, con sus ins­crip­cio­nes medio borra­das por la ero­sión de los siglos, dis­pues­tas para aque­llos que quie­ran des­ci­frar­las. No obs­tante, cabe seña­lar que no son estos los úni­cos ente­rra­mien­tos que se con­ser­van en la igle­sia. A sus pies, a mano izquierda si se entra por la puerta prin­ci­pal, una bal­dosa de piza­rra cobija los res­tos mor­ta­les de Roberto Fras­si­ne­lli. Es otro per­so­naje, éste real, que tuvo mucho que ver en el auge que comen­za­ron a cobrar estos pre­dios des­pués de un largo tiempo en el que pare­cie­ron per­pe­tua­mente abo­ca­dos al olvido y el silencio.

La Iglesia de Santa Eulalia de Abamia, en Corao, el pueblo donde vivió Frassinelli, fue posiblemente el primer panteón real de España, sepultura inicial de Pelayo y y su supuesta mujer, la reina Gaudiosa, antes de que Alfonso I decretara el traslado de sus restos a Covadonga.
La Igle­sia de Santa Eula­lia de Aba­mia, en Corao, el pue­blo donde vivió Fras­si­ne­lli, fue posi­ble­mente el pri­mer pan­teón real de España, sepul­tura ini­cial de Pelayo antes de que Alfonso I decre­tara el tras­lado de sus res­tos a Covadonga.

Debió de ser un tipo curioso. Nacido en Lud­wis­burg en 1811, estu­dió en la Uni­ver­si­dad de Tubinga, se inte­gró en socie­da­des secre­tas de corte revo­lu­cio­na­rio y pade­ció con­dena por sus acti­vi­da­des polí­ti­cas, lo que le obligó a aban­do­nar su Ale­ma­nia natal para bus­car cobijo en España. A tra­vés de veri­cue­tos inson­da­bles –una buena parte de la bio­gra­fía de Fras­si­ne­lli debe explo­rarse siguiendo los sen­de­ros de la hipó­te­sis–, empezó a tra­ba­jar como mar­chante para una clien­tela com­puesta por anti­cua­rios y biblió­fi­los ale­ma­nes. Hay unas actas de la Comi­sión Pro­vin­cial de Monu­men­tos en las que se da fe de su paso por Astu­rias allá por 1844, pero habría de trans­cu­rrir una década para que lo que en prin­ci­pio no era más que una rela­ción estric­ta­mente pro­fe­sio­nal aca­bara modi­fi­cando las líneas maes­tras de su des­tino. En una fecha inde­ter­mi­nada enta­bló tra­tos con los Miyar –una fami­lia pro­ce­dente de Corao que regen­taba una libre­ría en Madrid– y al poco tiempo con­trajo matri­mo­nio con una de sus com­po­nen­tes, Ramona Domingo Díaz, a cuyo pue­blo natal se tras­la­da­rían ambos no mucho des­pués. Corría el año 1854. Fras­si­ne­lli se dejó fas­ci­nar pronto por el impo­nente pai­saje que rodeaba la dimi­nuta aldea a la que daban cobijo las cum­bres homé­ri­cas de los Picos de Europa. Se tra­taba de un enclave tan ava­sa­lla­dor como suge­rente al que daban fuste los mitos paga­nos y las leyen­das que habían flo­re­cido en sus bos­ques y maja­das a lo largo de los siglos. Y en el epi­cen­tro de toda aque­lla apo­teo­sis en la que con­fluían la natu­ra­leza y sus varia­das narra­ti­vas se encon­traba, claro, el meo­llo sen­ti­men­tal de Covadonga.

Pode­rosa leyenda

«En el prin­ci­pio fue el mito», escri­bió Juan Cueto en el pór­tico a su Guía secreta de Astu­rias. «Des­pués, como ya es tra­di­cio­nal, se urdió a su alre­de­dor la com­pleja trama de la reali­dad». Es una cita que viene al caso por­que, si se pide a un astu­riano que resuma en cua­tro tra­zos la his­to­ria de su tie­rra, el relato comen­zará, irre­me­dia­ble­mente, en Cova­donga. Puede decirse que en ese can­tar de gesta que nunca exis­tió como tal, pero que se fue labrando con un léxico glo­rioso y una rotun­di­dad inape­la­ble en el ima­gi­na­rio colec­tivo de todas las gene­ra­cio­nes que se han suce­dido desde enton­ces, encuen­tran o quie­ren encon­trar la esen­cia pri­mi­ge­nia e invio­la­ble de su iden­ti­dad más acen­drada. Aun­que tal con­vic­ción se asienta sobre una evi­den­cia his­tó­rica que admite pocas dudas –el com­bate entre cris­tia­nos y musul­ma­nes, abri­ga­dos los pri­me­ros por una oque­dad abierta en la falda del monte Auseva–, cabe opo­ner mati­ces: pri­mero, todo hace indi­car que no fue la de Cova­donga una vic­to­ria tan apa­bu­llante como han dado a enten­der cier­tos exé­ge­tas; pero ade­más, quizá con­venga acla­rar que lo que salió de aque­lla bata­lla no fue un reino pro­pia­mente dicho, sino un pequeño núcleo de poder que sólo algu­nos años des­pués –y gra­cias a la visión de alguien, el rey Alfonso I, que supo impri­mir una visión polí­tica a lo que era el sim­ple resul­tado de un triunfo obte­nido con sudor y con san­gre– adqui­ri­ría la con­di­ción y el fuste con el que ter­mi­na­ría pasando a los anales.

Lo más enig­má­tico del epi­so­dio de Cova­donga sigue siendo su pro­ta­go­nista. Ape­nas sabe­mos nada de Pelayo ni de las cir­cuns­tan­cias que le con­du­je­ron a enro­carse en las mon­ta­ñas con unos pocos fie­les. Segu­ra­mente pro­ce­día de una estirpe ilus­tre o que, al menos, había gozado de cierto poder en los tiem­pos pre­vios a la domi­na­ción musul­mana. No sabe­mos de dónde venía, aun­que hay razo­nes para supo­ner que sus orí­ge­nes no se encon­tra­ban lejos de las tie­rras en las que plantó cara al infiel, dados el cono­ci­miento que tenía de sus reco­ve­cos y la rapi­dez con la que con­si­guió los favo­res o la aquies­cen­cia de otras fami­lias que no duda­ron en seguirle con sus armas a cues­tas. Unos le atri­bu­yen raí­ces cán­ta­bras y otros pien­san que sus orí­ge­nes podrían hallarse en Gijón, ciu­dad que luce su efi­gie en su escudo y su ban­dera y donde un gober­na­dor árabe, Munuza, llegó a enca­pri­charse de su her­mana. El his­to­ria­dor árabe Al-Maqqari con­signó que era oriundo de la Gallae­cia –es decir, el marco terri­to­rial que con­for­maba el noroeste ibé­rico y donde se englo­ba­ban Gali­cia, una parte impor­tante de Astu­rias y lo que hoy son las pro­vin­cias de León y Zamora–, mien­tras que las cró­ni­cas de Alfonso III, prin­ci­pal fuente para el estu­dio de los remo­tos tiem­pos de la monar­quía astu­riana, se limi­tan a reco­no­cer en una pri­mera escri­tura su con­di­ción de espa­ta­rio del rey Rodrigo, por más que luego le atri­bu­yan vin­cu­la­cio­nes reales.

Pode­mos pen­sar que Pelayo se escapó hacia el norte tras el desas­tre de Gua­da­lete y que, tras algu­nos des­en­cuen­tros con los gober­na­do­res ára­bes del terri­to­rio astu­riano –por­que los musul­ma­nes, con­tra lo que se suele creer, sí lle­ga­ron a tener allí cierto poder–, se hizo a la fuga y fue con­si­guiendo adep­tos a medida que iba avan­zando hacia el oriente, en pos del refu­gio natu­ral que le ofre­cían las moles inex­pug­na­bles de los Picos de Europa. En algún momento de esa huida sus acó­li­tos debie­ron de nom­brarle cau­di­llo o prin­ceps del grupo de suble­va­dos, y al cabo ten­dría lugar, al pie del Auseva, el encon­tro­nazo en el que muchos his­to­ria­do­res han que­rido encon­trar el inicio por anto­no­ma­sia de la Recon­quista. Se abría en esa mon­taña una pequeña cueva en la que, según parece, se vene­raba ya una ima­gen de la vir­gen –el topó­nimo Cova­donga, según estu­dió Cons­tan­tino Cabal, pro­ven­dría del latín Cova domi­nica, «cueva de la señora»–, y en ella se aco­mo­da­ron el líder de la rebe­lión y sus acó­li­tos para plan­tar cara al inva­sor. ¿Cuál fue la dimen­sión real de la bata­lla? Las fuen­tes cris­tia­nas arro­jan cifras des­pro­por­cio­na­das –e impo­si­bles, a poco que se conozca el terreno– y segu­ra­mente las musul­ma­nas se cui­da­ron de redu­cir la cifra para pro­cu­rar que su derrota no resul­tara muy des­hon­rosa. Pero aun­que poda­mos tener la segu­ri­dad de que aque­llo fue más una esca­ra­muza que otra cosa, y por mucho que se juz­gue impro­ba­ble la famosa inter­ce­sión de la mis­mí­sima vir­gen, que habría hecho que las fle­chas arro­ja­das por los sarra­ce­nos gira­sen en el aire para cla­varse en el pecho de sus lan­za­do­res, la ima­gi­na­ción y la nece­si­dad de cons­truir un relato que ampa­rase la recién nacida corte, y todas las ambi­cio­nes que la envol­vían, no tar­da­ron dema­siado en hacer for­tuna. En reali­dad, ni siquiera parece que Pelayo le diera una impor­tan­cia exce­siva a su pro­pia hazaña. Se ins­taló en Can­gas de Onís, ordenó levan­tar una igle­sia en Aba­mia –sobre la que se levan­ta­ría siglos des­pués el tem­plo actual– y a su muerte la posi­ción prin­ci­pal que ocupó le fue tras­la­dada a su hijo Favila, que según cuenta la tra­di­ción murió un par de años des­pués ase­si­nado por un oso. Fue Alfonso I, el suce­sor de éste, quien esti­puló que aque­llo no era un sim­ple puesto de mando, sino la cabe­cera de todo un reino, y en con­se­cuen­cia inició la con­for­ma­ción de ese mito que pau­la­ti­na­mente iría cons­ti­tu­yendo una nueva realidad.

San­tua­rio decadente

Cova­donga se con­vir­tió en una refe­ren­cia para la cris­tian­dad ibé­rica hasta que el paso de los siglos fue indu­ciendo su declive. Cuando Roberto Fras­si­ne­lli llegó a Corao, no muy lejos de la céle­bre cueva, el san­tua­rio vivía sus horas más bajas. El viejo tem­plo de madera que guar­daba la ima­gen de la vir­gen se había venido abajo a causa de un incen­dio y no había pros­pe­rado el plan que llevó a Ven­tura Rodrí­guez a idear un pro­yecto monu­men­tal que per­se­guía la erec­ción de una nueva basí­lica. El espí­ritu román­tico de Fras­si­ne­lli tuvo que infla­marse al obser­var aque­llo. Por un lado esta­ban las rui­nas de una épica esqui­nada incluso por quie­nes debían ren­dirle home­naje eterno; por otra, la fas­tuo­si­dad de un pai­saje que él fue des­cu­briendo en lar­gas cami­na­tas por las cum­bres de los alre­de­do­res. «Su ver­da­dero tea­tro», escri­bió Ale­jan­dro Pidal y Mon, uno de los ami­gos que hizo el ale­mán en su nueva tie­rra, «eran los Picos de Europa, la canal de Trea, los gigan­tes­cos Urrie­les astu­ria­nos. En ellos se per­día meses ente­ros, lle­vando por todo ajuar un zurrón con harina de maíz y una lata para tos­tarlo al fuego de la hierba seca, su cara­bina y car­tu­chos». Sin duda, Fras­si­ne­lli tuvo que enten­der que en aquel valle de Cova­donga, y en las espec­ta­cu­la­res mon­ta­ñas que lo pro­te­gían, se resu­mían las esen­cias natu­ra­les e his­tó­ri­cas de Astu­rias; tenía que adqui­rir, por tanto, una cate­go­ría sim­bó­lica que tras­cen­diera su con­di­ción de lugar de pere­gri­naje en deca­den­cia. Su opi­nión coin­ci­dió con la de Sanz y Forés, obispo de Oviedo a la sazón, y entre los dos se pusie­ron a esbo­zar un redi­seño para Cova­donga. Fras­si­ne­lli levantó un cama­rín para aco­ger la ima­gen de la vir­gen y llegó a dibu­jar los pla­nos de una basí­lica que, final­mente, no pudo fir­mar: hubo un relevo en la curia y el nuevo res­pon­sa­ble de la dió­ce­sis, que debió de ver en el ale­mán a una espe­cie de arri­bista, le des­pojó de los galo­nes y tras­ladó el pro­yecto a Fede­rico Apa­rici, quien pese a todo res­petó la idea de su antecesor.

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Cuando Fras­si­ne­lli exhaló su último sus­piro, en 1887, esta­ban sen­ta­das las bases para la recu­pe­ra­ción de Cova­donga, lo que es tanto como decir que dejó escrito el pre­lu­dio para lo que habría de lle­gar des­pués de mano del hijo de uno de sus ami­gos. Pedro Pidal, cuyo pro­ge­ni­tor era aquel Ale­jan­dro Pidal que glo­sara las andan­zas mon­ta­ñe­ras del teu­tón afin­cado en Corao, pro­ta­go­nizó su par­ti­cu­lar gesta el 5 de agosto de 1904, cuando llevó a cabo la pri­mera esca­lada del temi­ble Picu Urrie­llu –rebau­ti­zado más tarde por otro ale­mán, el geó­logo Gui­llermo Schulz, como Naranjo de Bul­nes, en aras de las tona­li­da­des con que ves­tía la luz del sol su impre­sio­nante mole cal­cá­rea– en com­pa­ñía del pas­tor Gre­go­rio Pérez, al que apo­da­ban El Cai­nejo por pro­ce­der del pue­blo de Caín, en la ver­tiente leo­nesa de los Picos de Europa. En aque­lla época ya se encon­traba inmerso en la carrera par­la­men­ta­ria que le llevó a par­ti­ci­par en las pro­po­si­cio­nes de la Ley de Par­ques Natu­ra­les. Su mano en las Cor­tes Gene­ra­les se dejó ver cuando, una vez san­cio­nada la norma, enca­bezó la fun­da­ción del Par­que Nacio­nal de la Mon­taña de Cova­donga, con­for­mando así el pri­mer espa­cio pro­te­gido de España. Se tra­taba de una decla­ra­ción par­cial, ya que se ceñía al macizo occi­den­tal de los Picos de Europa –y por tanto a la por­ción que incluía la vieja Cova domi­nica y los entor­nos de la vic­to­ria pela­giana–, pero que sir­vió de aci­cate para que los astu­ria­nos vol­vie­ran a repa­rar en esa parte de su pasado que había que­dado arrin­co­nada entre los mon­tes. Hoy en día el san­tua­rio es uno de los prin­ci­pa­les focos de atrac­ción turís­tica de Astu­rias. La afluen­cia se torna tan inabar­ca­ble en los meses esti­va­les que desde hace varios años la carre­tera que con­duce desde las pro­xi­mi­da­des de la cueva hasta el Enol y el Ercina, los bellí­si­mos lagos que coro­nan su cús­pide, se cie­rra al trá­fico rodado y sólo per­ma­nece abierta para los auto­bu­ses que rea­li­zan ese endia­blado tra­yecto ascen­dente, bien cono­cido por los afi­cio­na­dos al ciclismo. Pero, aun­que Cova­donga siga siendo la reina indis­cu­ti­ble de los Picos, aun­que segu­ra­mente sin ella –sin el relato que la sin­gu­la­riza– el macizo hubiera tar­dado un tiempo en obte­ner los galo­nes que mere­cía su gran­deza, sería injusto cons­tre­ñir allí los encan­tos de un entorno natu­ral que sólo puede pro­du­cir fas­ci­na­ción. Podrán com­pro­barlo quie­nes se acer­quen al Pozo de la Ora­ción, un mira­dor situado junto a Carreña de Cabra­les, para obser­var cómo des­taca entre las cum­bres veci­nas la silueta gran­di­lo­cuente del Urrie­llu. Cuen­tan que Pedro Pidal, su pri­mer con­quis­ta­dor, se acer­caba hasta esa expla­nada en su vejez en cuanto des­pun­taba la pri­ma­vera y, mirando fija­mente al gigante de sus des­ve­los, le pre­gun­taba: «¿Cómo has pasado el invierno, viejo amigo?». Tras su ascen­sión inau­gu­ral, hubo muchos que pre­ten­die­ron imi­tar su proeza, pero no todos acer­ta­ron a con­se­guirlo. En el encan­ta­dor pue­ble­cito de Camar­meña, al que hasta hace bien poco era impo­si­ble lle­gar por carre­tera, un monu­mento recuerda a los esca­la­do­res que se que­da­ron en el camino. En la aldea de Bul­nes, acce­si­ble sólo a pie o mediante una línea de funi­cu­lar que la conecta con Pon­ce­bos, muchos veci­nos guar­dan aún memo­ria de las ale­grías y las frus­tra­cio­nes que se cua­ja­ron en torno a esa mon­taña mítica. Si Cova­donga es el san­tua­rio por exce­len­cia de los Picos de Europa, y de Astu­rias entera, el Urrie­llu es su icono pagano más nota­ble. No es la mayor alti­tud del macizo, por­que lo supera el Torre­ce­rredo, pero su visión impre­siona tanto que no se sabe de nadie que haya podido sus­traerse a su capa­ci­dad hip­nó­tica. Una vieja can­ción dice que en su cús­pide se encuen­tra la gua­rida del Nuberu, un ser mito­ló­gico que maneja a su antojo las tor­men­tas, y quie­nes han tenido la for­tuna de otear el pai­saje desde tan alta ata­laya ase­gu­ran que esa expe­rien­cia difí­cil­mente se olvida. No lo logró, que sepa­mos, Fras­si­ne­lli, pero sin duda tam­bién él se dejó mara­vi­llar cada vez que, en el trans­curso de sus cami­na­tas, la efi­gie por­ten­tosa del Urrie­llu se exhi­bía ante sus ojos. Los pasos per­di­dos del román­tico que rein­ventó Cova­donga se pier­den en un pequeño paraje que se ubica a unos pocos kiló­me­tros del lago Enol y que, jus­ta­mente, se conoce como el Pozo del Ale­mán. Allí, según ase­gu­ra­ban sus cono­ci­dos, se bañaba en agua helada antes de regre­sar a su aldea de Corao, bien a repo­sar en la man­sión que fue suya y que toda­vía resiste en pie o bien a tra­ba­jar en su pecu­liar des­pa­cho de la cueva del Cué­le­bre. En este abrigo natu­ral, situado en un pequeño monte a espal­das de su casa, avan­zaba en sus pla­nos, per­ge­ñaba des­crip­cio­nes que glo­sa­ban lo que había visto en sus andan­zas por los Picos o dibu­jaba, sin más, aque­llo que se le venía a la cabeza. Si alguien tiene la curio­si­dad de entrar en ella, cosa que no es fácil, des­cu­brirá allí su mesa de tra­bajo y podrá fan­ta­sear con el recuerdo de aquel foras­tero estram­bó­tico, y de pasado un tanto tur­bio, que en la última mitad del siglo XIX des­cu­brió en Cova­donga el mito y la mon­taña, y se pre­guntó por qué no iba a ser posi­ble unir­los para siempre.

Nacido en Oviedo pero cre­cido en Mie­res, Miguel Barrero (1980) es uno de los auto­res astu­ria­nos más reco­no­ci­dos de su gene­ra­ción. Su última novela es ‘El rino­ce­ronte y el poeta’ y acaba de par­ti­ci­par en el volu­men colec­tivo ‘La erra­bunda’, «pri­mer tra­tado ibé­rico de deam­bu­lo­lo­gía heterodoxa».

Un artículo publi­cado ori­gi­nal­mente en el Número de Verano de 2018 de la Revista Leer.

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