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La corrupción, abono literario

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En los últi­mos meses la socie­dad espa­ñola asiste con­mo­cio­nada a la reve­la­ción coti­diana de escán­da­los polí­ti­cos, cayén­dose por enésima vez del guindo de una corrup­ción ins­ti­tu­cio­na­li­zada tan anti­gua como el hom­bre. De Tucí­di­des a Jorge Zepeda, último pre­mio Pla­neta, pasando por el canon pica­resco, JORGE BUSTOS traza en el último número de LEER un iti­ne­ra­rio per­so­nal –y ejem­plar– por la expre­sión lite­ra­ria de la corrupción.
 

La corrup­ción goza en España de una exce­lente salud. Abre los perió­di­cos, ali­menta el share de las ter­tu­lias de la tele, mono­po­liza las redes socia­les y ya hasta ha colo­ni­zado las con­ver­sa­cio­nes de auto­bús y de ascen­sor, antaño domi­nio exclu­sivo de la cli­ma­to­lo­gía. Este año incluso le han dado el Pre­mio Pla­neta a la corrup­ción, tra­tada por Jorge Zepeda en su más negra acep­ción mexicana.

Lo que sor­prende un poco es que tema tan anti­guo pro­vo­que un escán­dalo tan nuevo. Aris­tó­te­les defi­nió la corrup­ción como un “estan­ca­miento” que pudre las aguas de la demo­cra­cia, dege­ne­rando en cié­naga de dema­go­gos que abona el terreno para la irrup­ción del tirano. El meca­nismo es tan cono­cido, y tan inde­fec­ti­ble, que causa estu­pe­fac­ción la faci­li­dad con la que los huma­nos –tam­bién los alti­vos demó­cra­tas de la Europa pos­mo­derna– nos pre­ci­pi­ta­mos a cum­plir el mismo guión mile­na­rio que fijó Tucí­di­des en su His­to­ria de las gue­rras del Pelo­po­neso. Es la pri­mera des­crip­ción en Occi­dente de un caso de corrup­ción y suce­dió en Cor­cira en el siglo V a. C. La cita es larga pero su pre­ci­sión resulta de una esca­lo­friante actualidad:

La auda­cia irre­fle­xiva pasó a ser con­si­de­rada un valor fun­dado en la leal­tad al par­tido; la vaci­la­ción pru­dente se con­si­deró cobar­día dis­fra­zada; la mode­ra­ción, más­cara para encu­brir la falta de hom­bría; y la inte­li­gen­cia capaz de enten­derlo todo, inca­pa­ci­dad total para la acción; la pre­ci­pi­ta­ción alo­cada se aso­ció a la con­di­ción viril, y el tomar pre­cau­cio­nes con vis­tas a la segu­ri­dad se tuvo por un bonito pre­texto para elu­dir el peli­gro. Estas aso­cia­cio­nes no se cons­ti­tuían de acuerdo con las leyes esta­ble­ci­das con vis­tas al bene­fi­cio público, sino al mar­gen del orden ins­ti­tuido y al ser­vi­cio de la codi­cia. Y las garan­tías de recí­proca fide­li­dad no se basa­ban tanto en la ley cuanto en la trans­gre­sión per­pe­trada en común”.

Pre­cur­sor Luciano

Por los mis­mos años escri­bió Aris­tó­fa­nes su Pluto, ácida come­dia con­tra el desigual reparto de la riqueza que los gober­nan­tes pro­me­ten mien­tras la prac­ti­can en exclu­siva. La reciente puesta en escena de esta obra en el fes­ti­val de Mérida ser­vi­ría a algu­nos ada­nis­tas para des­cu­brir que el dis­curso con­tra la plu­to­cra­cia no es pre­ci­sa­mente una genia­li­dad de Pode­mos. Men­ción espe­cial merece Luciano de Samo­sata (siglo II d. C.), quizá el pri­mer genio satí­rico de la his­to­ria, un anti­dog­má­tico radi­cal y des­ca­cha­rrante cuyos tex­tos asom­bro­sos leía­mos en Clá­si­cas como el ini­ciado que pene­tra en Del­fos y des­cu­bre el mayor bur­del de Europa. La tra­di­ción lucia­nesca es la que relan­zan Jonat­han Swift y nues­tro Que­vedo con sus Sue­ños, entre tan­tos otros. Y qué decir de Roma, donde se idea­ron todos los vicios y todas las solu­cio­nes, desde el tri­buno de la plebe al pan y circo. De los muchos escri­to­res que eli­gie­ron la corrup­ción como tema lite­ra­rio –la gale­ría de infa­mes de Tácito, los epi­gra­mas afi­la­dos de Mar­cial, las sáti­ras impla­ca­bles de Juve­nal y Per­sioyo me quedo con el tai­mado Salus­tio, que hizo un carre­rón al ele­gir el bando correcto del divino Julio, rapiñó todo lo que pudo en el año y medio en que César le con­fió el gobierno de los númi­das, fue acu­sado por el Senado de exac­ción ile­gal en el ejer­ci­cio de cargo público y acabó rein­ven­tán­dose como his­to­ria­dor mora­lista ale­jado de las vani­da­des del mundo… en una man­sión que los empe­ra­do­res le expro­pia­rían a su muerte, muer­tos de envi­dia. A este pre­cur­sor tan latino del fraile des­pués de coci­nero debe­mos la sofis­ti­cada trama de vileza de La con­ju­ra­ción de Cati­lina.

Como advir­tió Aris­tó­te­les, la corrup­ción pudre las aguas de la demo­cra­cia y anti­cipa la irrup­ción del tirano

Hay en la Edad Media toda una lite­ra­tura goliarda que fus­tiga los vicios del poder, ya ocu­para este el esta­mento noble o el ecle­siás­tico, y cuya tra­di­ción llega a las chi­ri­go­tas gadi­ta­nas. Pero debe­mos a los rena­cen­tis­tas algo pare­cido a un tra­ta­miento sis­te­ma­ti­zado –casi un género ensa­yís­tico– de la corrup­ción, con Erasmo, Moro y Maquia­velo como faros de costa de la mora­li­dad pública. Los par­ti­dos (gobierno de los gran­des) gene­ran oli­gar­quía. Bien común. “Los hom­bres son malos todos, y el áncora del bien público está toda entera en la bon­dad de las leyes, la cual con­siste en hacer que los hom­bres se abs­ten­gan, más por nece­si­dad que por volun­tad, de obrar mal”, escribe el autor de El prín­cipe con irre­fu­ta­ble rea­lismo. El gran crí­tico sovié­tico Baj­tín extrae del Gar­gan­túa de Rabe­lais el con­cepto de lo car­na­va­lesco como sub­ver­sión reglada del orden esta­ble­cido: es decir, como desahogo del pue­blo some­tido a un régi­men opre­sivo que se per­pe­túa pre­ci­sa­mente gra­cias a la vál­vula de escape que supone el car­na­val, el nega­tivo lúdico de la revolución.

El espejo picaresco

Así se van sen­tando las bases de una de las gran­des apor­ta­cio­nes his­pa­nas a la lite­ra­tura mun­dial, y a los pro­pios paraí­sos fis­ca­les: la pica­resca. Ni el autor del Laza­ri­llo ni Mateo Ale­mán en su Guz­mán de Alfa­ra­che ni mucho menos Que­vedo en su Don Pablos idea­li­zan lo que cuen­tan: sen­ci­lla­mente eli­mi­nan el fil­tro de la hipo­cre­sía social y lo que queda es la con­di­ción humana en pelo­tas. Una socie­dad corrupta, donde el pobre no carga con­tra la corrup­ción de los aris­tó­cra­tas por indig­na­ción moral sino por­que a él se le excluya de ese ban­quete. El cri­te­rio ético del bien común lo sal­va­ron cro­nis­tas patrios del XVII –ver­da­de­ros perio­dis­tas del Siglo de Oro– como Pelli­cer, Saa­ve­dra Fajardo (“La mur­mu­ra­ción es argu­mento de la liber­tad de la repú­blica, por­que en la tira­ni­zada no se per­mite”, escribe, refle­jando el clima social de la España de Felipe IV) o Jeró­nimo de Barrio­nuevo. Todos ellos levan­tan acta del des­go­bierno de la monar­quía y refle­jan la cares­tía reinante. Los pas­qui­nes crí­ti­cos infes­tan las esqui­nas de Madrid y la queja gene­ral con­tra el “menos­cabo de la Real Hacienda” con­vive con los arres­tos suma­rí­si­mos por delito de sedición.

¿Y dónde deja­mos, por cierto, a don Miguel de Cer­van­tes, que fue con­de­nado por irre­gu­la­ri­da­des recau­da­to­rias en el desem­peño de su cargo? No deja de ser idio­sin­crá­sico que la mayor glo­ria de las letras espa­ño­las cediese en vida a la ten­ta­ción de la pica­resca. Si nos pone­mos estric­tos, seño­res, Cer­van­tes fue tam­bién un corrupto. Habrá que estar aten­tos a esos pape­les que al pare­cer Bár­ce­nas está escri­biendo en Soto del Real.

Hay en la Edad Media toda una lite­ra­tura goliarda que fus­tiga los vicios del poder y cuya tra­di­ción llega a las chi­ri­go­tas gaditanas

Vélez de Gue­vara levantó los techos de la hipo­cre­sía social de la socie­dad barroca en su Dia­blo Cojuelo, y aun tuvo que dul­ci­fi­car el tono en la segunda parte del libro por­que com­pren­dió que su manu­ten­ción depen­día del mece­nazgo de aque­llos esta­men­tos a los que atacaba.

Será el abso­lu­tismo el sis­tema que venga a apla­car el tem­pe­ra­mento crí­tico de la socie­dad barroca, y será el abuso de poder de los reyes abso­lu­tos el que jus­ti­fi­que la doc­trina del con­trato social de Rous­seau, cuya rup­tura define pre­ci­sa­mente el fenó­meno de la corrup­ción. El con­cepto de volun­tad gene­ral del autor del Emi­lio es el ger­men del demo­cra­tismo moderno, pero tam­bién será el chivo expia­to­rio más invo­cado por los futu­ros popu­lis­tas para encu­brir sus pro­pias corruptelas.

La voca­ción peda­gó­gica de los ilus­tra­dos pro­dujo una rica veta de ensa­yismo didác­tico, de inten­ción mora­li­zante. Fei­jóo, Jove­lla­nos y el vipe­rino Mora­tín tie­nen pági­nas sobre la viciada maqui­na­ria de la admi­nis­tra­ción que ha per­ma­ne­cido inex­pug­na­ble a la demo­cra­cia. Una misma sen­sa­ción de tiempo per­dido que nos des­pierta el Madrid gal­do­siano de ¡Miau!, ver­da­dera radio­gra­fía de lo que el gran nove­lista llamó “el pan­fun­cio­na­rismo buro­crá­tico”, cuyos fru­tos más con­sa­bi­dos eran el nepo­tismo de corte, el caci­quismo loca­lista y el revo­lu­cio­na­rio de salón. Pero cae­ría­mos de nuevo en el papa­na­tismo aldeano si cre­yé­ra­mos que nues­tra situa­ción, pese a su pro­ver­bial atraso teo­crá­tico, era mucho peor en lo tocante a corrup­ción polí­tica que la de otros euro­peos. Los fran­ce­ses encon­tra­ron su espejo en los bur­gue­ses corrup­tos de Bal­zac y Mau­pas­sant; en los infi­ni­tos engra­na­jes del Impe­rio bri­tá­nico se escon­dían los arri­bis­tas vic­to­ria­nos de Dickens y Tha­cke­ray. Y en Ita­lia, entre­tanto, la semi­lla de pica­resca sem­brada por los espa­ño­les durante el virrei­nato de Nápo­les y Sici­lia ger­mi­naba en rami­fi­ca­cio­nes mafio­sas que andando el tiempo lle­ga­rían a con­so­li­dar una ver­tiente endé­mica de la novela negra que encuen­tra en Scias­cia su culminación.

España como problema

No olvi­de­mos la tesis ya clá­sica de Enzens­ber­ger y otros que han seña­lado el ori­gen espa­ñol de la Camo­rra como un sis­tema para­lelo y clan­des­tino de dis­tri­bu­ción de recur­sos que flo­rece allí donde cier­tas fun­cio­nes socia­les no están sufi­cien­te­mente aten­di­das por el Estado capi­ta­lista, que tam­poco puede o quiere impo­ner la ley del todo. Luego los ita­loa­me­ri­ca­nos expor­ta­ron el modelo de nego­cio a Chicago, Nueva York, Atlan­tic City o Nueva Jer­sey con el éxito cono­cido en nove­las, pelí­cu­las memo­ra­bles y series de HBO. Fuera del sub­gé­nero mafioso, pero sin salir de Esta­dos Uni­dos, cabe recor­dar que la gran apor­ta­ción –aparte de la esti­lís­tica– de Ham­mett y Chand­ler al canon detec­ti­vesco con­sis­tió pre­ci­sa­mente en la intro­duc­ción de un pro­pó­sito de denun­cia, pues las víc­ti­mas no son ya úni­ca­mente de un ase­sino más o menos sofis­ti­cado sino de todo un entra­mado social injusto que pre­mia con el medro la corrup­ción de poli­cías, polí­ti­cos y empre­sa­rios, mien­tras que man­te­ner un código ético solo reporta sole­dad per­so­nal y penu­ria económica.

Un fenó­meno pare­cido ocu­rría entre­tanto al otro lado del Atlán­tico. El genial afo­rista colom­biano Nico­lás Gómez Dávila, frente al indi­ge­nismo inci­piente, no cul­paba a España de haber colo­ni­zado el ver­gel sur­ame­ri­cano, sino de haberlo colo­ni­zado tan mal: “La mejor crí­tica de la colo­ni­za­ción espa­ñola son las repú­bli­cas sur­ame­ri­ca­nas”. Y com­pa­raba los resul­ta­dos en lim­pieza cívica que exhi­bían los paí­ses de la Com­mon­wealth, por donde había pisado la bota bri­tá­nica, con la yux­ta­po­si­ción de satra­pías en las que se habla el espa­ñol. No es una visión dema­siado ama­ble con España, pero el hecho de que la novela de dic­ta­dor –con el pre­ce­dente canó­nico que según la crí­tica sienta el Tirano Ban­de­ras de Valle– se con­vir­tiese en un género casi autóc­tono desde Panamá hasta Tie­rra de Fuego parece refren­dar su amarga cons­ta­ta­ción. De toda la narra­tiva de Var­gas Llosa, un autor que ha con­sa­grado a la dege­ne­ra­ción de la polí­tica buena parte de su obra de fic­ción, acaso sea Con­ver­sa­ción en La Cate­dral la novela que mejor nos pasea por las simas de gene­ral indig­ni­dad que pro­pi­cia todo régi­men tirá­nico y corrompido.

Es sig­ni­fi­ca­tivo que Cer­van­tes, la mayor glo­ria de las letras espa­ño­las, cediese en vida a la ten­ta­ción de la picaresca

La des­com­po­si­ción de toda super­es­truc­tura polí­tica suele abo­nar una exu­be­rante flo­ra­ción lite­ra­ria. Sea por­que el fin de la cen­sura suelta las len­guas repri­mi­das, sea por­que en el fango se revela con más plas­ti­ci­dad la natu­ra­leza humana, no pode­mos olvi­dar las ges­tas narra­ti­vas de heroi­cos disi­den­tes sovié­ti­cos como Solz­he­nitsyn o Vasili Gross­man desde la óptica rea­lista, o las de Bul­gá­kov o Voi­nó­vich desde la paró­dica. No se trata solo lite­ra­tura tes­ti­mo­nial, sino de ver­da­de­ros infor­mes sobre la viven­cia humana bajo el máximo grado de corrup­ción (lin­güís­tica, eco­nó­mica, ética, esté­tica…) jamás alcan­zado. Con pare­cida cha­pu­ce­ría aun­que menor cruel­dad cursó el ester­tor entre ele­gíaco y bufo del Impe­rio aus­trohún­garo, tan for­mi­da­ble­mente retra­tado por Joseph Roth, o por el desopi­lante Jaros­lav Hašek de Las aven­tu­ras del buen sol­dado Švejk. Y la lite­ra­tura pos­co­lo­nial ha seguido arro­jando fru­tos de denun­cia esca­lo­friante en Oriente Medio y en África.

Nues­tro país afronta, si no una genuina des­com­po­si­ción, como poco una olo­rosa catar­sis, y nadie puede dis­cu­tir la opor­tu­ni­dad de con­ce­der a Rafael Chir­bes, nove­lista ácido del pelo­tazo inmo­bi­lia­rio, el último Nacio­nal de Narra­tiva (¡y sin devol­verlo!). Lo que está claro es que la corrup­ción, como buen excre­mento, resulta un abono exce­lente para la fer­ti­li­dad de la imaginación.

JORGE BUSTOS (@jorgebustos1)

En la ima­gen supe­rior, un momento del mon­taje de “Pluto” repre­sen­tado en el Fes­ti­val de Mérida 2014, en ver­sión de Emi­lio Her­nán­dez diri­gida por Magüi Mira (foto: Fes­ti­val de Mérida / Jero Morales).
 
Una ver­sión de este artículo apa­rece publi­cada en el Extra de Navi­dad 2014, número 258, de la Revista LEER. Dis­po­ni­ble en quios­cos y libre­rías y en el Quiosco Cul­tu­ral de ARCE (sus­crí­bete).

 

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