Revista leer
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Arturo

Por Ada del Moral

IMG_1911fondonegroLuis Asín / Leer

La ballena blanca que per­si­gue Arturo es la exce­len­cia. Está ensi­mis­mado, no como el capi­tán Ahab sino a la manera de esas cria­tu­ras labo­rio­sas que pro­du­cen, para el deleite de otros, miel o funciones.

Se forjó en el siglo xx pero no des­deña, y entiende, las armas de este otro que le ha pillado a tras­mano pero en medio; así, cató­dico, clá­sico y trans­ver­sal, un pimiento le importa qué pien­sen de él, malo o bueno. Cuando se ríe, llora y su llanto parece una car­ca­jada silen­ciosa. Resiste y supera todo, a pesar de sus car­gas, solo cons­ciente de sus deberes.

Nos pro­tege desde la pri­mera línea, sin falsa modes­tia, nos­tal­gia hacia los caí­dos ni res­peto a los maes­tros, con un vago reco­no­ci­miento a los igua­les que se hun­die­ron en la eternidad.

Agra­dezco su fero­ci­dad, su hones­ti­dad sin fisu­ras. Su mor­daz sin­ce­ri­dad y su extraña ter­nura en peque­ños ges­tos, a él, expre­sivo y hie­rá­tico, serio y gra­cioso, dual, con col­mi­llos y rizos para sua­vi­zar su ira o enti­biar su frial­dad. Si estás en su órbita, te con­trola de refi­lón con el rabi­llo de un ojo dorado que pare­cía negro y cuando te tiene enfrente, no ha pasado el tiempo.

Va más allá de Clo­sas y Rive­lles, gala­nes fun­di­dos en él hasta dejarle com­pleto y nunca exhausto de ganas de cla­varse la espina de la pálida rosa para teñirla con su san­gre. Así hace cada vez que sale a escena.

Es el currante que se viste de alta come­dia, que odia las vaca­cio­nes y se ocupa de los suyos sin des­ha­cerse en caran­to­ñas. El rumiante de una sola idea dere­cha al éxito, el mucha­cho exis­ten­cia­lista y obrero que se emo­ciona con los bole­ros y vive de los aplau­sos por­que da su vida para ellos. El cómico ambu­lante capaz de currarse dos sesio­nes al día así reviente, el gran patriarca que toda­vía va de sol­tero de oro, el dis­cí­pulo de San Fran­cisco que habla con cariño a las cuca­ra­chas y a los perros e inter­viene ante las injus­ti­cias por­que le tocan los hue­vos. Es el actor del canto del cisne de Ché­jov en los ambien­tes de Gre­gory La Cava y vive más con­tento en su came­rino del Amaya, su casa, que en cual­quier pala­cio absurdo. Allí baraja sus vír­ge­nes cual si fue­ran nai­pes y les hace con­fe­sio­nes de colega e hijo pró­digo. Y está lleno de defec­tos que corrige menos que sus diá­lo­gos. Des­con­fía, entiende lo que le da la gana, siem­pre se guarda un as en el pul­cro puño de la camisa, es más tozudo que un arado astu­riano, rebosa secre­tos, se mata de ham­bre sin saberlo, no sale de su per­so­naje por­que teme salir de su zona de con­fort, tiene un per­fil sober­bio y no lo explota, lo manda todo a tomar por culo y a ti, si te des­cui­das, tan auten­tico como el oro y el hie­rro, con la hones­ti­dad del pan bre­gado y la gra­cia de un dra­gón de la suerte o un puma sabio que caza mien­tras la lla­nura se con­sume. Tiene la mejor voz de España aun­que la aflaute para sol­tar cha­ti­nes e ins­ta­larse en el tren­ding topic con su sana inco­rrec­ción. Y ama la lite­ra­tura sin dár­se­las de lec­tor pues ali­menta su arte o artesanía. 

Me enseñó todo lo que sé de escri­bir. Sin él me habría per­dido entre adje­ti­vos y chu­mi­na­das. Es mi única escuela literaria.

Su «tu no escri­bes comer­cial… ¿pero qué cojo­nes es esto?”». Los cinco mil adje­ti­vos tacha­dos en ciento y pico pági­nas y su «esta frase no se puede decir que me atra­ganto» me gana­ron para la cla­ri­dad, expul­sa­ron la paja de mi cabeza. Solo aspiro a que me diga por­que, desde el polvo de la carre­tera y el mur­mu­llo del público, antes de levan­tar el telón, y des­pués cuando al salir se quita cua­renta años de encima, admiro su inde­pen­den­cia, la liber­tad de este anar­quista de la otra gene­ra­ción del 27, al exis­ten­cia­lista que queda, al último titán en pie bajo quien gua­re­cerse, siem­pre presto para para reci­bir las balas y la gloria.

De su nobleza los nos­tál­gi­cos dirían que ya no per­te­nece a este mundo. Pero no hay nada que exija más pre­sente que el Tea­tro, la reli­gión y la vida de Arturo, que no cree en más corona que el aplauso tra­ba­jado y la sala llena, que se quita los cha­qués con una ele­gan­cia que rompe el cora­zón y, al apa­garse las luces, solo piensa en hasta mañana.

Salve, Arturo.

Cuando tenga un best seller, serás el responsable.

LEER, número 293, pri­ma­vera de 2019

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