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Diana Wynne Jones, la discípula que llegó a maga

La reciente tercera edición a cargo de Nocturna de 'El castillo ambulante' demuestra que no pasan los años por la obra juvenil de esta autora influida por Tolkien y C. S. Lewis e inspiradora de J. K. Rowling. Por ADA DEL MORAL

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Había pasado el ecua­dor del siglo XX y, poco antes de que los hip­pies escri­bie­ran en las pare­des aque­llo de “Gan­dalf for Pre­si­dent”, una joven­cita teso­nera lla­mada Diana Wynne Jones se sabía con la suerte de tener a mano dos magos vivos: los oxo­nien­ses C. S. Lewis y J. R. R. Tol­kien –por­que la ter­cera en dis­cor­dia, Edith Nes­bit, ya criaba mal­vas físi­cas ajena a su con­di­ción de faro de escri­to­res des­pués de haberse pasado la vida man­te­niendo a su marido, el socia­lista Hubert Bland, que la honró con nume­ro­sas aman­tes y algu­nos bas­tar­dos–. Wynne Jones, una lucha­dora ya sin las con­tra­dic­cio­nes vic­to­ria­nas de Nes­bit, era hija de los secos edu­ca­do­res Richard Aneu­rin Jones y Mar­jo­rie; la Segunda Gue­rra Mun­dial hizo que la fami­lia emi­grara a Gales y luego a York, donde tuvo fuga­ces aga­rra­das con una añosa Bea­trix Pot­ter, tam­bién víc­tima de unos padres negli­gen­tes, egoís­tas y dados al abuso emo­cio­nal. Las tres her­ma­nas Jones, Diana, Iso­bel y Ursula –escri­tora, crí­tica lite­ra­ria y actriz res­pec­ti­va­mente– sufrie­ron, ade­más, la raca­ne­ría de unos pro­ge­ni­to­res con doble rasero moral. Por un lado se con­sa­gra­ban a la edu­ca­ción y por otro nega­ban la lec­tura a sus hijas. Hasta los quince años les daban una paga sema­nal de un peni­que que no daba ni para pipas. Des­pués de una gue­rra fami­liar las chi­cas logra­ron seis pero resultó que, de esa magra asig­na­ción, debían sacar tam­bién el jabón, la pasta de dien­tes y otros ense­res de lim­pieza. No les quedo otra que empo­llarse toda la biblio­teca fami­liar, rica en Jane Aus­ten, mitos clá­si­cos o el ciclo artú­rico y empe­zar a crear sus pro­pias his­to­rias. Diana Wynne Jones jamás olvi­da­ría los defec­tos de sus padres, que le sir­vie­ron para apro­ve­char mejor la vida y crear buena lite­ra­tura. Como todo lleva su tiempo, pri­mero fluc­tuó en el limbo de quie­nes escu­chan y acu­mu­lan sabe­res que, más tarde, pue­den flo­re­cer en una labor pro­pia. En su caso ayu­da­ron, sin saberlo, dos magos inklings de excep­ción, Lewis y Tol­kien, dife­ren­tes en todo menos en su talento. Si Lewis era menudo, de voz potente y entre­gado a un público nume­roso en la sala más grande de todas, Tol­kien, en cuanto tuvo claro que le paga­rían igual con oyen­tes que sin ellos, optó por la sala más pequeña y dar sus char­las de espal­das. Por la bre­ve­dad de sus dis­cur­sos y su apa­rien­cia, pare­cía un pro­feta menor del Anti­guo Tes­ta­mento, recor­daba Wynne Jones. Tol­kien, pio­nero de la narra­to­lo­gía, nunca supo hasta que punto hizo fer­men­tar su cerebro.

Mien­tras, Wynne Jones se acer­caba a su des­tino: cua­renta libros exi­to­sos, uno de los cua­les, El cas­ti­llo ambu­lante, den­tro de la tri­lo­gía Ingary, com­puesta por El cas­ti­llo en el aire y La casa de los mil pasi­llos, daría lugar a la mítica pelí­cula de ani­ma­ción del maes­tro Miya­zaki. Hasta lle­gar a la cima pasa­ron muchas cosas: un marido experto en lite­ra­tura medie­val, hijos, una década en bar­be­cho y nega­ti­vas de las edi­to­ria­les, siem­pre rece­lo­sas hasta que hacen caja con algo nuevo. Suerte que no se des­animó y tro­pezó con la agente Laura Cecil. Jun­tas ini­cia­ron una carrera ascen­dente en la que Wynne Jones no cedió un ápice de su inde­pen­den­cia crea­tiva. Algu­nos de sus títu­los se han publi­cado de manera des­la­va­zada en España aun­que aún queda mucha obra iné­dita de esta maes­tra de la fan­ta­sía a quien tanto debe la archi­co­no­cida J. K. Rowling, cuyos magos y escue­las mági­cas tuvie­ron su pavi­mento en las narra­cio­nes de Wynne Jones, admi­rada por Neil Gai­man y otros tan­tos reco­no­ci­dos auto­res. Dueña de un humor ace­rado y de una hones­ti­dad inque­bran­ta­ble publicó, antes de morir de cán­cer de pul­món en 2011, la curiosa Guía de Fan­ta­si­lan­dia (Noc­turna) donde, entre bro­mas y veras, denun­cia los con­ven­cio­na­lis­mos de los hijos espu­rios de Tol­kien y sus mez­co­lan­zas medie­va­les donde sólo se come esto­fado, bue­nos y malos se adi­vi­nan por las ropas y color de ojos y no se puede via­jar sin sufrir mil embos­ca­das que ter­mi­nan con una mega bata­lla entre el bien y el mal.

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Su obra es todo lo con­tra­rio al tópico. Mor­daz, aguda y dotada de un gran sen­tido de la com­pren­sión, sus per­so­na­jes son de carne y hueso, su magia pringa, huele, está ahí, igual que la mal­dad, la bon­dad y la seduc­ción. Aun­que varios de sus libros for­men sagas, como Los Mun­dos de Chres­to­manci, Dale­mark o la famosa tri­lo­gía Ingary (más cono­cida por Los libros de Howl, mago alado que trae locas a tan­tas chi­cas), nunca es pre­de­ci­ble y cada volu­men, por más que se rela­cione con los otros, es inde­pen­diente. Otras de sus carac­te­rís­ti­cas son la com­ple­ji­dad narra­tiva, los per­so­na­jes bien cons­trui­dos con rela­cio­nes intrin­ca­das, la fas­ci­na­ción por el poder y el len­guaje o la invi­ta­ción a pen­sar más allá de lo polí­ti­ca­mente correcto.

Más curio­si­da­des: entre el pri­mer libro de IngaryEl cas­ti­llo ambu­lante, y el último, La casa de los mil pasi­llos, pasa­ron dos déca­das por­que su tra­bajo no res­pon­día a nin­gún plan de mar­ke­ting edi­to­rial. Wynne Jones no pla­neaba secue­las. Cuando ter­mi­naba un libro lo daba por cerrado, y en caso de reunirse de nuevo con esos per­so­na­jes los lleva a otro esce­na­rio donde intro­duce, como nexo, nue­vos pro­ta­go­nis­tas. Así pasa con El cas­ti­llo en el aire y su ambiente orien­tal, tan dife­rente del pri­mer tomo, y des­pués con La casa de los mil pasi­llos, donde Howl apa­rece tras­for­mado en un niñito ange­li­cal para horror de su enamo­rada Sop­hie pero a quie­nes se llega a tra­vés del recién lle­gado Char­main. Darse cuenta de que, para con­ti­nuar, nece­si­taba cria­tu­ras y luga­res fres­cos le llevó mucho tiempo. No siem­pre tar­daba tanto en ter­mi­nar las nove­las; a veces trece días (Vida mágica, Anaya), otras ocho años (Power of Three) o los diez que nece­sitó para su única secuela de ver­dad: The crown of Dale­mark. Tam­poco pro­gra­maba las sagas. Bus­caba libros auto con­clu­si­vos, huyendo de la pla­ni­fi­ca­ción férrea, dejando a los per­so­na­jes acu­dir. Ase­gu­raba que tenía la cabeza llena de gente, qui­zás un recuerdo del enlo­que­cido cen­tro de con­fe­ren­cias que mon­ta­ron sus mise­ra­bles padres, y sólo metía gente real en sus tra­mas cuando esta le enfa­daba. Así creaba villa­nos de aúpa. Odiaba los tabúes y con­si­de­raba la lite­ra­tura fan­tás­tica una buena forma de com­ba­tir las lla­ma­das “nor­mas para escri­bir”, la mor­daza que esqui­vaba de con­ti­nuo. A los nue­vos escri­to­res les dedica este con­se­jito: «Nunca pla­ni­fi­ques con dema­siado deta­lle, ya que dará rigi­dez y falta de vida a tu his­to­ria. Nunca te plan­tees un solo borra­dor. Haz una ver­sión final muy cui­dada para que otros la pue­dan leer. La forma de com­pro­bar que no está ter­mi­nado es cuando repa­sas un frag­mento, retro­ce­des un poco y te dices:  “Oh, creo que fun­cio­nará”, lo que sig­ni­fica que defi­ni­ti­va­mente no lo hará y debes rees­cri­birlo un poco».

Dura, como las rocas de sus cas­ti­llos mági­cos, la dama Diana Wynne Jones se ganó hace mucho su varita mágica. ¡Quien pudiera escu­charla de viva voz! Por suerte, que­dan sus libros.

Revista LEER, número 261

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