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Edición impresa

La biblioteca de Pilar Adón

tres

Cuenta Pilar Adón que hay tres biblio­te­cas en su casa, una al lado de otra, con­ti­guas y dis­tin­tas, pero con ese aire de fami­lia­ri­dad que acaba pro­vo­cando la con­vi­ven­cia, cada una con sus nor­mas, laxas a veces, o estric­tas, y sus secre­tas cla­ves y vicisitudes.

Hay una en el salón, de aspecto airoso, moderno y fun­cio­nal, común, bonita, de la que ella se encarga; los libros, pare­ce­rían ves­ti­dos de uni­forme, orde­na­dos por edi­to­ria­les: Anagrama, Aste­roide, Alianza, Tus­quets, que se ven en las bal­das con aire de parada o de des­file. Otra, en una de las habi­ta­cio­nes, al fondo, pri­va­tiva de su pareja, el edi­tor Enri­que Redel, de libros que se cru­zan y se aco­dan y que cho­can unos con otros, trans­ver­sa­les como dien­tes de sierra.

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Pilar Adón reco­mienda conn entu­siasmo a Fleur Jaeggy, una de sus escri­to­ras favoritas.

Y una ter­cera, suya, tran­quila y apa­ci­ble, lim­pios los lomos, rec­tos y ali­nea­dos, con una pre­ci­sión de inge­nie­ría civil, de tira­lí­neas, al borde de las bal­das, sin ape­nas figu­ras, ni recuer­dos, ni pie­dras, ni pos­ta­les que inter­fie­ran la vista, más allá de ese friso de títu­los y auto­res; Tols­tói y Ché­jov, Eliot, Kat­he­rine Mans­field… Un esce­na­rio de pul­cri­tud casi res­plan­de­ciente, pare­des blan­cas, y el sosiego de las maña­nas solea­das, en casa, de patios de vecin­dad en los que pre­va­lece ropa ten­dida y olo­res de comida y el sonido lejano, per­ti­naz, de una radio, una voz, un tim­bre de telé­fono del que a veces tiene que pro­te­gerse con unos cas­cos, gran­des y apa­ra­to­sos, homo­lo­ga­dos, que le per­mi­ten tra­ba­jar en ese silen­cio total del que precisa.

No son muchos los libros en su estu­dio –en la mesa, ape­nas el por­tá­til, un ratón, un bote de bolí­gra­fos– por­que tiene otra biblio­teca, una más, en la casa del pue­blo, a la que cada vez va menos y donde a veces, en busca de sosiego, se ha ence­rrado a escri­bir.

Allí guarda buena parte de sus libros de infan­cia y ado­les­cen­cia, todos los del cole­gio, y las pri­me­ras lec­tu­ras esco­la­res: La Celes­tina, el Laza­ri­llo, El sí de las niñas… “Todos esos libros los tengo en la casa del pue­blo de mis padres, donde íba­mos de peque­ños en verano, y algu­nos fines de semana” recuerda. “Mis padres se vinie­ron a vivir a Madrid, se ins­ta­la­ron en Alcor­cón, y recuerdo que, durante años Madrid era, casi, hacer una excur­sión, muchas cosas que escribo están rela­cio­na­das con el pue­blo, con la naturaleza”.

 Un libro o un biquini

En su estu­dio, los libros de los que quiere rodearse, casi como una supers­ti­ción: clá­si­cos y edi­cio­nes de bol­si­llo –Roald Dahl, David Lodge o Jane Aus­ten–, dic­cio­na­rios y libros de con­sulta, orde­na­dos de forma en apa­rien­cia capri­chosa: Ani­mal Farm, de Orwell, en inglés, al lado de La prin­cesa y el gui­sante, de Ander­sen; y Bio­gra­fía del silen­cio, de Pablo d’Ors, junto al Elo­gio del cami­nar, de Le Bre­ton. Arriba, una balda com­pleta de Iris Mur­doch: El sueño de Bruno, Ami­gos y aman­tes, El cas­ti­llo de arena… Una de sus escri­to­ras impres­cin­di­bles, que lee cada verano, y que marca y sub­raya con dis­cre­tas, suti­lí­si­mas lla­ma­das. “Antes no era nada habi­tual que escri­biera en los libros, pero con el tiempo les he ido per­diendo el res­peto, aun­que lo hago con lápiz, con cui­dado, y tengo la manía, eso sí, de escri­bir, al final, en la última página en blanco, sobre el libro y cuando lo he leído, y soy muy loca con los comentarios”.

Ter­mino de leer este libro –se lee en La negra noche, de Mur­doch–el día 4 de agosto de 2016, jue­ves. Por la noche, tarde, a eso de la 1 de la mañana des­pués de haber cenado en el japo­nés de Begur…

El texto, letra espi­gada, de regusto esco­lar, cali­gra­fía cui­dada, lige­ra­mente incli­nada a la dere­cha, ter­mina: Begur, Vaca­cio­nes 2016, leído des­pués de El prín­cipe negro, y antes de…. Y ahí lo dejó, en blanco, para las vaca­cio­nes de este año, por­que le gusta con los libros, a veces, crear una cro­no­lo­gía, un mapa de lec­tu­ras que comu­nica para siem­pre unos con otros como si com­pu­siera un puzle.

Enfrente, en otra estan­te­ría, tam­bién orde­nada como para una expo­si­ción, para un regis­tro, debajo de unos cas­cos, Mas­tretta y Tani­zaki, Mura­kami y Paul Bowles, Memo­rias de un nómada, en Gri­jalbo, que com­pró en junio del 90 en la Feria del Libro del Retiro, en lugar del biquini que había venido a com­prarse a Madrid.

La ter­cera biblio­teca, la suya, es tran­quila y apa­ci­ble, lim­pios los lomos, rec­tos y ali­nea­dos, con una pre­ci­sión de inge­nie­ría civil

Den­tro, en la página de cor­te­sía, su firma enton­ces, Pili, escrita a lápiz, y un hallazgo, entre las pági­nas, per­sis­tente, de pape­les y pape­li­tos, ser­vi­lle­tas y entra­das de cine, pos­ta­les y recor­tes de perió­di­cos: el anun­cio de un curso de for­ma­ción de acto­res del Ayun­ta­miento de Madrid, para el que no la selec­cio­na­ron, y una nota del hotel Lis­boa Plaza, cua­tro estre­llas, que fue el pre­mio que ganó en un cer­ta­men literario.

Tam­bién hay en sus libros bille­tes, de metro y cer­ca­nías y la Sepul­ve­dana  –Alcor­cón, Tala­vera– por­que durante años leía en tre­nes y auto­bu­ses. “Iría leyendo”, dice, cuando encuen­tra uno de ellos.
Al lado, poe­sía, Car­los Pardo, Mai­llard, Ana María Moix, Phi­lip Lar­kin, y aque­llos libros de bol­si­llo en los que leyó a los clá­si­cos: Graham Greene, Hein­rich Böll, Ibsen, Mai­ler o Con­rad. “Aquí es donde acudo cuando algo va mal; me acerco y hojeo estos libros”.

Los libros en un banco

En un rin­cón, abajo, otra de sus escri­to­ras favo­ri­tas, Fleur Jaeggy, que  reco­mienda con entu­siasmo, y cerca Tur­gue­niev, aquel libro, Pri­mer amor,  una vieja edi­ción ilus­trada, de Bru­guera, colec­ción Todo­li­bro, que fue el pri­mero que la hizo llorar.

Cada uno diríase en su sitio pre­ciso y pre­di­lecto: Car­ver, Cate­dral; Mann, La muerte en Vene­cia; Fitz­ge­rald, Suave es la noche; Fran­kens­tein, de Mary She­lley; Kun­dera, La des­pe­dida… “Hubo un momento en que guar­daba todo, tenía autén­tica vene­ra­ción por los libros, los forraba, nunca los escri­bía, pero cada vez me gusta andar más ligera de equi­paje, de modo que últi­ma­mente guardo sólo los impres­cin­di­bles. He vivido recien­te­mente lo que ocu­rre con las cosas de una per­sona que fallece, y no tengo ganas de incor­diar acu­mu­lando, de modo que he deci­dido tener cada vez menos ropa, menos obje­tos, menos libros, y con­ser­var sólo los impor­tan­tes. Cuando hay que abrir hue­cos en los estan­tes, cada vez me cuesta menos dejar los que no me caben en un banco para que alguien los coja, sin más dolor”.

En otra libre­ría, todo Vir­gi­nia Woolf, todo Duras, la Duras de la mirada clara y los labios color cereza, Beckett, Car­son McCu­llers… Y de vuelta al salón, y por edi­to­ria­les, Amis y Lodge, en ese ama­ri­llo tibio de Anagrama; Lon­ga­res, enmar­cado en el rojo de Gala­xia y Héc­tor Abad, aquel inol­vi­da­ble libro, El olvido que sere­mos, en el blanco de Seix Barral, que tiene dedi­cado: “Para Pilar”, se lee, “y su pelo corto”.

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Pilar Adón con su perro Terry.

 

Tam­bién aquí DeLi­llo, Torrente Balles­ter, Peter Süs­kind o Proust, en la edi­ción, blanca y negra, de Alianza, y Salin­ger, cuyos lomos roza con los dedos mien­tras dice: “No me los he lle­vado al estu­dio por­que tam­bién le gus­tan a Redel”. Todo, mien­tras Terry nos sigue. El perro que fue caza­dor y que ha aca­bado siendo edi­tor, blanco y marrón, ojos de color miel, que la mira arro­bado y le empuja la mano con el hocico, como si qui­siera dejar cons­tan­cia de que a él tam­bién le gusta el viejo, el esqui­nado Salin­ger. Me mira y ladra.

TRES ESCOGIDOS

Pri­mer amor. Tur­gue­niev. Bru­guera

Toda­vía con­servo el ejem­plar en el que lo leí, hace años. Fue el libro que me hizo que­rer ser escri­tora, y el pri­mer libro que me hizo llo­rar, pero no de tris­teza, sino por puro deleite estético”.

El mes más cruel. Pilar Adón. Impe­di­menta

Es el libro de rela­tos que marcó la dife­ren­cia entre temas pre­vios a él y los que han venido des­pués. Y tam­bién creo que es impor­tante y rese­ña­ble, en este libro, el tra­ta­miento del lenguaje”.

Cua­tro por cua­tro. Sara Mesa. Anagrama

Me gusta mucho Sara Mesa, y este libro en con­creto por­que trata algu­nos de mis temas lite­ra­rios favo­ri­tos, un inter­nado, y con un uso del len­guaje que me fas­cina, al ser­vi­cio de los per­so­na­jes y de la historia”.

JESÚS MARCHAMALO (@jmarchamalo)

El ciclo de Biblio­te­cas de escri­to­res orga­ni­zado por la Con­ce­ja­lía de Cul­tura del Ayun­ta­miento de Fuen­la­brada se desa­rro­lla en dos ciclos anua­les, en noviem­bre y abril-mayo, hasta 2018. El colo­quio sobre la biblio­teca de Pilar Adón tuvo lugar el pasado mes de noviem­bre en el Cen­tro de Arte Tomás y Valiente (calle Lega­nés, 51), que aco­gerá los encuen­tros en torno a las biblio­te­cas de Marta Sanz (18 de abril) y Javier Reverte (20 de abril). Ambos auto­res con­ver­sa­rán con Jesús Mar­cha­malo a par­tir de las 18 horas.

0001Una ver­sión de este repor­taje apa­rece publi­cada ori­gi­nal­mente en el número de abril de 2017, 281, de la edi­ción impresa de la Revista LEER

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