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Ta-Nehesi Coates y el largo camino a casa

Ta-Nehisi Coates

Siem­pre que veo al crí­tico musi­cal Dave Marsh hay dos nom­bres recu­rren­tes, esen­cia­les, que sur­gen en nues­tra con­ver­sa­ción: Bruce Springs­teen y James Bald­win. El rockero de Freehold y el escri­tor de Har­lem son el ying y el yang del libe­ra­lismo en EEUU. Enten­dido libe­ra­lismo a la ame­ri­cana, o sea, sinó­nimo de izquierda. Springs­teen enlaza con una tra­di­ción que engloba a Mar­tin Lut­her KingRay Char­lesPete See­gerWe shall over­comeLas uvas de la ira y el his­to­ria­dor Howard Zinn. Bald­win, escép­tico pro­fe­sio­nal, radi­cal y ana­lí­tico, ateo y airado, nutrió el argu­men­ta­rio de la lucha por los dere­chos civi­les, pero más allá de eso no está claro que tuviera suce­so­res: des­con­fiaba tanto de la espe­ranza pre­di­cada por King como del radi­ca­lismo xenó­fobo de un Mal­colm X.

Hasta que llegó Ta-Nehisi Coates y publicó Entre el mundo y yo, el libro galar­do­nado con el pre­mio Nacio­nal de No Fic­ción en 2015. Un ensayo, con for­mato de carta al hijo, ins­pi­rado a su vez en el Bald­win de The Fire Next Time. Cuando en las noti­cias llue­ven los cuer­pos inco­rrup­tos de ado­les­cen­tes negros, niñas y niños ase­si­na­dos por la poli­cía, el hijo del librero, anti­guo miem­bro de los Black Pant­hers, ha escrito un libelo dedi­cado al miedo. Miedo a morir a manos de un ofi­cial con el gati­llo fácil. Pavor a que el pan­di­llero de la esquina te rie­gue de plomo. Terror a que tu hijo, cuando salga a la calle, acabe en una lechera rumbo a Rickers Island. Miedo, sí, a per­der lo único que cuenta más allá de las pro­me­sas celes­tes de los pas­to­res con len­gua de fuego. A per­der la vida. A morir. Por ser negro en una Amé­rica blanca.

Fata­lismo racial
portada_entre-el-mundo-y-yo_javier-calvo-perales_201606271151Coates, 41 años, abo­rrece el opti­mismo inhe­rente en los can­tos espi­ri­tua­les. Ese manto de espe­ranza y estre­llas que ilu­mina el espi­nazo de la lucha por los dere­chos civi­les e informa mil y una can­cio­nes de soul es el mismo que sus­tenta el dis­curso del pre­si­dente Obama. No en vano alcanzó la Casa Blanca con un lema que si bien parece el título de un libro de auto­ayuda, Yes we can, en reali­dad tiene mucho que ver con la retó­rica del reve­rendo King, cuando des­plegó su sueño junto a la esta­tua de Lin­coln. Coates, en cam­bio, afronta la cues­tión enve­ne­nado de pesi­mismo. No sólo niega que se hayan pro­du­cido cam­bios impor­tan­tes en la matriz del país, sino que entiende que su esen­cia, una mino­ría pri­vi­le­giada y segre­gada por el color de su piel que ordena y manda sobre una mayo­ría de peo­nes, se man­tiene intacta desde los días borras­co­sos de la escla­vi­tud. Más allá de las esta­dís­ti­cas, que hablan de las enor­mes posi­bi­li­da­des que un chico negro tiene de enfi­lar la cár­cel o la mor­gue, de las bru­ta­les cifras de paro, de la vio­len­cia, opina sin meterse a futu­ró­logo que los cam­bios, que los hubo, no han sido sufi­cien­tes como para admi­tir la posi­bi­li­dad de un futuro radiante. Es más, ataca el opti­mismo emer­so­niano, carac­te­rís­tico del esta­dou­ni­dense medio, para resi­tuar el debate en un espa­cio incierto. Allí donde lo mismo mejo­ra­mos que no, y donde, en cual­quier caso, hoy toda­vía impera el racismo y el hom­bre come hom­bre; donde la sub­ver­sión de las injus­ti­cias resulta impen­sa­ble en tanto no se enjua­guen las deu­das con­traí­das con los des­cen­dien­tes de escla­vos. No hablo aquí de una deuda hipo­té­tica. Tam­poco moral. Hablo de, apro­xi­ma­da­mente, 13 billo­nes de dóla­res a par­tir del cálculo de los bene­fi­cios que generó, entre otras, la indus­tria del algo­dón. Tomando como refe­ren­cia los más de 60.000 millo­nes de dóla­res que Ale­ma­nia pagó como indem­ni­za­cio­nes a los here­de­ros de las víc­ti­mas del Holo­causto. A Coates le parece estu­pendo que Obama cante Ama­zing Grace en el fune­ral por las víc­ti­mas de la masa­cre en Char­les­ton, pero con­si­dera más impor­tante que las ase­gu­ra­do­ras, los ban­cos, los perió­di­cos y las otras mil indus­trias y empre­sas que saca­ron tajada de la compra-venta de seres huma­nos abran la caja y paguen cuanto deben. No ocu­rrirá. Jamás. De ahí el dolor, la frus­tra­ción y la des­con­fianza que agu­sa­nan su prosa.

Bri­llante y dis­cu­ti­ble
Si acaso el mayor pro­blema del libro es su muy dis­cu­ti­ble sepa­ra­ción de la cues­tión racial, evi­dente, de la lucha de cla­ses. Olvida Coates que quizá los negros sean pobres por negros, esto es, por su con­di­ción de des­cen­dien­tes de escla­vos que alcan­za­ron la liber­tad en con­di­cio­nes de extrema pri­va­ción, pero al mismo tiempo es la pobreza, y no la piel, la que explica el desierto de opor­tu­ni­da­des en el que mal­vi­ven millo­nes. Obama ha dicho y sub­ra­yado en muchas oca­sio­nes que mien­tras el racismo es más y más una excep­ción, la desigual­dad galopa mul­ti­pli­cada. Tam­poco com­parto el hilo musi­cal del libro cuando dedica sus párra­fos a can­tar la belleza de lo negro. Com­prendo y asumo la nece­si­dad de levan­tar el ánimo de los opri­mi­dos, justo es reco­no­cer sus infi­ni­tos méri­tos y apor­ta­cio­nes a la cul­tura esta­dou­ni­dense, es nece­sa­rio gri­tar alto y fuerte todo lo bueno y nece­sa­rio que los nie­tos de los escla­vos die­ron a este país, entre otras cosas sus gran­des teso­ros cul­tu­ra­les, del jazz al blues y al rock and roll, pero hay momen­tos que, no sé, me huele a xeno­fo­bia inversa, a nacio­na­lismo racial. Momen­tos, digo, que no empa­ñan la impor­tan­cia de un ensayo feno­me­nal­mente escrito y tra­ba­jado, pro­vo­ca­dor, bri­llante, inte­li­gente, vio­lento y her­moso. Dis­cu­ti­ble, como de forma inevi­ta­ble será cual­quier texto que ose via­jar con­tra­co­rriente y dis­cu­tir los pun­tos de vista asu­mi­dos, homo­lo­ga­bles, para a con­ti­nua­ción des­tri­par­los sobre el tapete y pren­derle fuego. Asunto dis­tinto es que, una vez leído, nece­sité vol­ver a Bald­win, y por supuesto a Springs­teen, para vacu­narme de la desa­zón y vol­ver a creer, siquiera unos minu­tos, en la posi­bi­li­dad de que en el tablero social y eco­nó­mico exis­ten casi­llas, ren­di­jas, por las que a ratos se cuela la luz. Con la lec­tura de Coates toda­vía reciente, con­ven­cido de que el tene­brismo ram­pante poten­cia mi misan­tro­pía, escu­che de nuevo Long Walk Home y canté aque­llo de “Here every­body has a neigh­bor / every­body has a friend / every­body has a reason to begin again. /My fat­her said ‘Son, we’re lucky, / This town is a beau­ti­ful place to be born. / It just wraps its arms around you, / Nobody crowds you, nobody goes it alone’ / “You see that flag over the court­house? /  It means cer­tain things are set in stone. / Who we are, what we’ll do and what we won’t’ / Well it’s gonna be a long walk home…”. No, no hemos supe­rado la heren­cia putre­facta del pasado. Tam­poco hemos alcan­zado el nir­vana. El país, desde los días de Mark Twain, vive aque­jado por la alu­mi­no­sis del odio racial. Pero aun­que nadie cre­yera que con la pre­si­den­cia de Obama había­mos lle­gado al fin de la his­to­ria tam­bién es cierto que que­dan lejos los tiem­pos de Rosa Parks, aque­llas noches en las que Mar­tin Lut­her King, aco­sado por los perros del KKK y el FBI, lla­maba de madru­gada a Maha­lia Jack­son para que le can­tara al telé­fono un dulce gos­pel. Será un largo camino a casa, pero algo hemos avan­zado y no está de más recordarlo.

JULIO VALDEÓN BLANCO

 

Ta-Nehisi Coates
Ta-Nehisi Coates (foto­gra­fías: John D. & Cat­he­rine T. MacArt­hur Foundation).


El doble ase­si­nato del reve­rendo King

JORGE BENÍTEZ
La negri­tud se ha rebe­lado. Han bas­tado tres muje­res y un libro para dina­mi­tar el esquema racial de Esta­dos Uni­dos, espe­cial­mente el de los bienpen­san­tes que han escrito una his­to­ria ofi­cial con nume­ro­sos pun­tos cie­gos. Ali­cia Garza, Patrisse Cullors, y Opal Tometi fun­da­ron, en 2012, el movi­miento Black Lives Mat­ter para luchar con­tra la ola de epi­so­dios racis­tas que sufre el país. Por pri­mera vez se han incluido en esta reivin­di­ca­ción aspec­tos aje­nos al céle­bre Movi­miento por los Dere­chos Civi­les de los 60: el femi­nismo y la defensa de los dere­chos de los homo­se­xua­les. El segundo órdago es la publi­ca­ción de Entre el mundo y yo de Ta-Nehisi Coates, un puñe­tazo en el hígado nacido pri­mero del miedo y des­pués de la indig­na­ción. Se ha aca­bado la sumi­sión inte­lec­tual (y moral). Ya no bas­tan sím­bo­los cos­mé­ti­cos como ver a un negro en la Casa Blanca. Más orgu­llo de Mal­colm X y menos sue­ños de Mar­tin Lut­her King.

Coates no cues­tiona la mora­li­dad del paci­fismo que lideró el reve­rendo ase­si­nado en Memp­his en 1968, sino la idea de que a los negros les hacía falta esa mora­li­dad, aque­lla que impli­caba que tenían que ser el doble de bue­nos para dis­fru­tar de los mis­mos dere­chos que los blan­cos. En su ensayo epis­to­lar, los abu­sos de un estado poli­cial impla­ca­ble, ilus­trado con deten­cio­nes alea­to­rias y tor­tura, no es culpa de unas fuer­zas repre­si­vas, es sim­ple­mente la con­cep­ción del sistema.

Muchos inte­lec­tua­les han que­dado fas­ci­na­dos por este aullido de rabia, cuando lo real­mente con­mo­ve­dor del libro es su honesta asun­ción de res­pon­sa­bi­li­dad. Los otros no son los úni­cos que han jodido y le han jodido. Coates, en cierto sen­tido, escribe cul­pa­ble.

@jorgebmontanes

portada276Una ver­sión de estos artícu­los apa­rece publi­cada en el número de octu­bre de 2016, 276, de la Revista LEER (en kios­cos o libre­rías. Tam­bién puede sus­cri­birse).

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