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Las dos vidas de Manolo

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Manuel Gutié­rrez Ara­gón: entre el cine y la lite­ra­tura’ es el título del curso que Manuel Hidalgo dirige en El Esco­rial desde hoy, 27 de junio, para ren­dir home­naje a un crea­dor que tras una vida dedi­cada a hacer pelí­cu­las deci­dió rein­ven­tarse como nove­lista. El pasado mes de enero leyó su dis­curso de ingreso en la RAE, ‘En busca de la escri­tura fíl­mica’, y ahora desde LEER, entre la escri­tura y la ima­gen, res­ca­ta­mos y com­par­ti­mos la entre­vista que le rea­li­za­mos para nues­tro número de junio.

Si deci­mos que la vida pro­fe­sio­nal, pero tam­bién la inte­lec­tual y, en fin, la vida misma de un escri­tor de pro­vin­cias que lo era antes de escri­bir nada y se tro­pezó irre­me­dia­ble­mente en la Facul­tad de Filo­so­fía y Letras de la Com­plu­tense con las célu­las clan­des­ti­nas del PCE, y en la Escuela Ofi­cial de Cine con un len­guaje com­plejo y des­co­no­cido que tuvo que apren­der apre­su­ra­da­mente para con­tar todo lo que traía ate­so­rado de su Torre­la­vega natal y lo nuevo que fue des­cu­briendo en Madrid, que fue mucho, si deci­mos, decía­mos, que eso a lo que lla­ma­mos vida ha sido en el caso de Manuel Gutié­rrez Ara­gón, y aún hoy lo es, en su con­di­ción recién estre­nada de aca­dé­mico, una bús­queda de la “ple­ni­tud” narra­tiva a tra­vés de un intrin­cado con­fluir y ale­jarse del cine y la lite­ra­tura, es decir, de las imá­ge­nes y las pala­bras, no des­cu­bri­mos nada nuevo.

Lo ha expli­cado en muchas de sus inter­ven­cio­nes públi­cas. La última, en su dis­curso de ingreso en la RAE, hace ape­nas seis meses, que lleva el reve­la­dor título de En busca de la escri­tura fíl­mica, donde con­fiesa que el “ofi­cio de narrar” lo traía apren­dido de la lite­ra­tura, pero que para hacer cine había que apren­der un nuevo len­guaje. Mucho más “infle­xi­ble”, sólo que a veces sus códi­gos “son tan invi­si­bles que pasan desa­per­ci­bi­dos”. Pero en ambos mun­dos, dice para­fra­seando a Witt­gens­tein, “los lími­tes de lo posi­ble son los lími­tes de lo que puede ser con­tado”. Y cada relato puede serlo de for­mas muy dife­ren­tes. “La dié­ge­sis fíl­mica”, ha escrito en alguna oca­sión, “pri­vi­le­gia la acción sobre la des­crip­ción y el retrato psi­co­ló­gico, empu­jando al narra­dor a dejarse de rodeos e ir al grano. Es como un niño impa­ciente que exige que el cuento siga y siga, sin dete­nerse jamás”, por­que “en el cine, el tiempo lo marca la pro­yec­ción, y no la visión del espec­ta­dor, como sucede en la lec­tura de un texto”.

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Manuel Gutié­rrez Ara­gón entre sus libros (Foto: B. M.).

Y luego están los acto­res. A ellos ha dedi­cado un ensayo que, como casi todo lo que hace Gutié­rrez Ara­gón, no se atiene estric­ta­mente al género y esconde mucho más de lo que su título –A los acto­res, pre­ci­sa­mente– dice. Se trata en reali­dad de una gavi­lla de tex­tos, apa­ren­te­mente des­la­va­za­dos, a medio camino entre el álbum de recuer­dos y la (meta)reflexión sobre el cine a par­tir de sus guio­nes (los que escri­bió para él y los que hizo para otros, como Fur­ti­vos, para Borau); sus pelí­cu­las (no todas, pero sí las más rele­van­tes: Habla mudita, El cora­zón del bos­que, Mara­vi­llas, Demo­nios en el jar­dín, La noche más her­mosa, La mitad del cielo, El rey del río, los dos Qui­jo­tes, La vida que te espera y Todos esta­mos invi­ta­dos); y sus lec­tu­ras, que son muchas y muy dis­tin­tas, de Aris­tó­te­les a Roland Bart­hes, de Sar­tre a Pes­soa, pasando por Sha­kes­peare, Cer­van­tes, por supuesto, Eco, Gubern, Julio Cabrera, Bal­zac y sus refle­xio­nes sobre la pin­tura, Schi­ller, el Kas­par de Peter Handke, el debate entre Sta­nis­lavski y Meyer­hold, resuelto por Sta­lin, explica, “a favor de la inte­rio­ri­dad e incluso del sen­ti­men­ta­lismo”… Todo, para des­ve­lar y des­ve­larse como un crea­dor que nece­sita com­pren­der y com­pren­derse antes de coger la cámara o car­gar la pluma. “Lle­ga­dos aquí”, dice casi al final de A los acto­res (Anagrama, 2015), “con­viene mani­fes­tar mi creen­cia de que la pala­bra y la ima­gen per­te­ne­cen a mun­dos dis­tin­tos, y que por muchos esfuer­zos de fusión que se hicie­ran entre los dos, no pasa­rían de una coha­bi­ta­ción obli­gada si no fuera gra­cias a que en medio están los acto­res (…). La ambi­va­len­cia”, había expli­cado unos capí­tu­los más arriba, “llega al relato fíl­mico sobre todo por la mano de los acto­res, que hacen coexis­tir emo­cio­nes diversas”.

Nunca quise qui­tarle al cine el pro­ta­go­nismo que tenía en mi vida ni ser escri­tor de vera­nos o domingos 

Y con esa angus­tia de ver cómo los per­so­na­jes que iba creando le eran arre­ba­ta­dos por “unos cuer­pos vivien­tes” que le daban un carác­ter ines­pe­rado, fue haciendo guio­nes y pelí­cu­las. “El sen­ti­miento de pér­dida y nos­tal­gia que tenía res­pecto al hecho de apar­car la lite­ra­tura”, con­fiesa, “lo recu­pe­raba escri­biendo emo­cio­nes con los acto­res, más cerca de la vida, y lejos ‘del viento fugi­tivo y la columna arrin­co­nada’ de la escritura”.

Pero ocu­rrió que en la pelí­cula que más tenía que ver con su infan­cia, Demo­nios en el jar­dín (1982), se dio cuenta de que “el cine no repro­duce efi­caz­mente a las per­so­nas que se quiere retra­tar (…) los per­so­na­jes adquie­ren una dimen­sión extra­or­di­na­ria, se des­bor­dan. Tie­nen un plus de vida por cuenta pro­pia”. Vamos, que no reco­no­ció a nin­guno de sus demo­nios, ni siquiera al niño enfermo de tisis que fue y que durante los seis meses que pasó en la cama se diver­tía leyendo los once volú­me­nes de El Tesoro de la Juven­tud (una enci­clo­pe­dia anglo­sa­jona tra­du­cida al espa­ñol antes de la Gue­rra llena de narra­cio­nes extra­or­di­na­rias), e inten­tando ima­gi­nar las pelí­cu­las que le con­ta­ban su tía y su abuela.

Cons­ciente de que la pelí­cula no era lo que había pen­sado, supuso que la his­to­ria, su his­to­ria, resul­ta­ría mejor como novela. Y comenzó a escri­birla. “La flui­dez de la tinta”, con­fiesa, “me devol­vía a la dulce enfer­me­dad de la escri­tura, a mi pri­mera voca­ción de con­tar sin maqui­na­ria ni estri­den­cias, a las ani­llas en espi­ral que suje­tan las pala­bras y las ideas”. Aquel relato, sin embargo, quedó apar­cado y muchos años des­pués, cuando ya había deci­dido dejar de hacer cine (su última pelí­cula, Todos esta­mos invi­ta­dos, es de 2007) para dedi­carse sólo a escri­bir (con su pri­mera novela, La vida antes de marzo, ganó el Pre­mio Herralde en 2009), la publicó con el pla­tó­nico título de Cuando el frío lle­gue al cora­zón (Anagrama, 2013). Y ahí que­dan, relato y pelí­cula, como ejem­plo de ese doble nave­gar, a veces esqui­zo­fré­nico, entre el cine y la lite­ra­tura que es toda la obra de Gutié­rrez Aragón.

¿Eres un escri­tor que hace pelí­cu­las o un direc­tor que escribe?

El cine y la lite­ra­tura son para mí dos vidas dis­tin­tas, por eso siem­pre he pro­cu­rado que no se pare­cie­ran mis nove­las y mis pelí­cu­las. Teniendo yo más voca­ción de escri­tor que de direc­tor de cine, al prin­ci­pio, todos me decían que escri­biera entre pelí­cula y pelí­cula, pero nunca quise ser un escri­tor de vera­nos o de domin­gos. No que­ría qui­tarle al cine el pro­ta­go­nismo que tenía en mi vida. Hay mucha gente que lo hace com­pa­ti­ble. Yo no. Y ahora que he deci­dido no vol­ver a hacer pelí­cu­las, cuando pienso en una novela, la escribo de tal manera que jamás pueda ser lle­vada al cine. Por­que a mí, de la lite­ra­tura, me gusta sobre todo la escri­tura. Del pro­pio Qui­jote, del que he hecho dos adap­ta­cio­nes, aparte de las anéc­do­tas y las locu­ras, me parece fas­ci­nante la forma en la que está escrita. Sabe­mos que lo más impor­tante en una pelí­cula son el guión y los acto­res, sí, pero a mí lo que me gus­taba del cine era la escri­tura fíl­mica, que es la puesta en escena. Y de una novela, cómo está escrita. Cuando de niño leí el Qui­jote, me sub­yugó, y creo que Cer­van­tes influyó mucho en mi manera de escri­bir y de hacer cine. Sobre todo me fas­cina esa forma en la que Cer­van­tes apura la reali­dad hasta sus lími­tes, pero nunca los tras­pasa, con una téc­nica rea­lista, en la que al final ter­mi­nas viendo encantadores.

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Foto: B. M.

Salvo las del ‘Qui­jote’ nunca has hecho adap­ta­cio­nes, ¿por qué?

Por­que he tenido algu­nos fra­ca­sos. Uno fue con El lápiz del car­pin­tero, y eso que Manolo Rivas se portó muy bien con­migo y me pasó la novela antes de que estu­viese publi­cada. Pero con­forme la leía, me daban ganas de cam­biarlo todo, por­que había, como es lógico, muchas cosas que el nove­lista daba por supues­tas y por­que lo bonito de la novela es ese guar­dia civil que les per­si­gue como si fuera una som­bra dañina. ¿Pero cómo haces una som­bra dañina? La novela me derrotó, me pare­cía que estaba por encima de lo que yo podía hacer a par­tir de ella.

Otro fra­caso fue Trazo de tiza, un cómic de Migue­lanxo Prado, que como ya de por sí tenía mucho de puesta en escena, al recon­ver­tirlo en un guión para luego devol­verlo otra vez a la puesta en escena que­daba por debajo de lo que había hecho el dibujante.

Y la ter­cera fue con El embrujo de Shanghai de Juan Marsé. A mí me parece que Marsé es de los nove­lis­tas más influi­dos por el cine, por­que la cons­truc­ción de sus nove­las se parece a veces a la del cine negro ame­ri­cano. Y como El embrujo de Shanghai tiene mucho de eso, devol­ver al cine algo que está ya influido por el cine no podía fun­cio­nar. En la novela está muy bien tejida tanto la parte rea­lista y tes­ti­mo­nial de la Bar­ce­lona de los años 40 como el Shanghai ima­gi­nado o con­tado, pero en la pelí­cula se iba a notar mucho que aque­llo era dife­rente. Cuando se la die­ron a Víc­tor Erice, me pre­gunté, ¿qué habrá hecho con Shanghai? Y me dije­ron, lo ha qui­tado. Claro, Víc­tor tam­bién se dio cuenta de que aque­llo no empas­taba. La novela, en ese aspecto, es mucho más libre.

Cuando pienso en una novela, ahora que he deci­dido no hacer más pelí­cu­las, la escribo de tal manera que no pueda ser lle­vada al cine

¿Hay mucha dife­ren­cia entre escri­bir guio­nes y escri­bir novelas?

Sí. El guión será un género lite­ra­rio, no digo que no, por­que si no es lite­ra­tura ¿qué es? Pero el guión el único género que tiene es la pelí­cula. Una novela, aun­que luego no se publi­que, es algo aca­bado y un guión no es nada hasta que no está la pelí­cula. Yo siem­pre le decía a Luis Megino, que es con el que más pelí­cu­las he hecho, que no había que escri­bir el guión, que había que escri­bir la pelí­cula. La prueba es que en los guio­nes, por lo menos en los míos, las cosas sólo están apun­ta­das, por­que el resto hay que guar­darlo para la puesta en escena. Cuando leí el guión de Viri­diana me di cuenta de que hay gran­des pelí­cu­las que tie­nen guio­nes muy sim­ples. En el guión estaba todo, Buñuel no se inventó nada. La escena de la cena de los men­di­gos estaba escrita, pero no se notaba, estuvo des­pués en la pelí­cula, en el guión se decía que había unos men­di­gos que comían, unos se colo­ca­ban a la dere­cha, otros en este lado, el ciego en el medio, la otra hacía la foto… pero no se decía que se recreaba el cua­dro de Leo­nardo da Vinci, por­que la pelí­cula, real­mente, la haces en el plató.

Desde que lo dijera Váz­quez Mon­tal­bán nadie duda de tu con­di­ción de cro­nista de la Tran­si­ción, ¿pero lo hacías conscientemente?

No. Creo que si fui o he sido cro­nista de la Tran­si­ción es por­que nunca lo quise ser. Cuando haces una pelí­cula que­riendo hacer perio­dismo, malo. Es jus­ta­mente cuando haces otra cosa, cuando todo queda fijado. Bal­zac segu­ra­mente fue un crí­tico terri­ble de la bur­gue­sía naciente por­que era un legi­ti­mista y no que­ría hacer aque­llo. Como dijo Marx le salía mejor la cró­nica social a Bal­zac que a Zola, por­que Zola quiso hacer perio­dismo con las nove­las. Mara­vi­llas (1980), por ejem­plo, es una pelí­cula sobre una chica muy espe­cial, dis­tinta a todas, que vive con un padre fotó­grafo, pero no una cró­nica de chi­cos delin­cuen­tes y dro­ga­dic­tos, aun­que ese mundo esté muy pre­sente. Pienso que salen mejor las cosas cuando no inten­tas redu­cir­las a un hecho socio­ló­gico, sino que de alguna manera atra­pas el espí­ritu de la época casi sin darte cuenta. No había en mi caso nada intencional.

El guión será un género lite­ra­rio, no digo que no, por­que si no es lite­ra­tura ¿qué es? Pero el único ‘género’ que tiene el guión es la película

¿Tam­poco en ‘Camada negra’?

A Camada negra (1977) se le repro­chó que no era, como otras que se hicie­ron, una cró­nica de los Gue­rri­lle­ros de Cristo Rey o de la extrema dere­cha. Una de las cosas que me cri­ti­ca­ban es que no se sabía quién mane­jaba a los pro­ta­go­nis­tas, por­que se mane­ja­ban a sí mis­mos. Hay una espe­cie de com­po­nente bio­ló­gico a lo largo de la his­to­ria que hace sur­gir el fas­cismo en momen­tos de debi­li­dad demo­crá­tica, pero yo no inten­taba con­ca­te­nar los hechos y hacer un relato his­tó­rico, sino dejar que aque­llos fas­cis­tas habla­sen por sí mis­mos, dar las razo­nes del lobo. La izquierda no aceptó la pelí­cula por­que no era una pelí­cula mili­tante, y enton­ces se hacía mucho cine mili­tante.

Algo pare­cido se te repro­chó en tu última pelí­cula, ‘Todos esta­mos invitados’.

Sí, dije­ron que no se con­ta­ban las cau­sas pri­me­ras de por qué había sur­gido ETA. Yo pienso que eso es una trampa y que el terro­rismo tiene que ser refle­jado como un hecho en sí mismo. Hacer his­to­ria del terro­rismo es otra cosa, eso lo dejo a los his­to­ria­do­res, pero lo que yo creo que hay que cri­ti­car son los hechos y los resul­ta­dos. Por muchos esfuer­zos que hice para expli­car que Camada negra y esta última pelí­cula esta­ban empa­ren­ta­das, nunca qui­sie­ron verlo, pero los terro­ris­tas de Todos esta­mos invi­ta­dos son parien­tes de aque­llos otros.

El terro­rismo está pre­sente tam­bién en ‘Sonám­bu­los’ (1978), y en tu pri­mera novela apa­rece el 11-M…

Es curioso mi espí­ritu con­tra­dic­to­rio, por­que me repugna hablar del terro­rismo y me da rabia hablar de algo que no me gusta. Debe de ser el miedo que me da. Segu­ra­mente lo hago para con­ju­rar mis fan­tas­mas.

 Fer­nando Pal­mero (@fer_palmero)

Portada273
Una ver­sión de este artículo fue publi­cada en el número de junio de 2016, 273, de la Revista LEER

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