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La eternidad mediterránea de Josep Pla

Pla en Llofriu
En el mes de una ‘Diada’ del Tri­cen­te­na­rio incen­diada de recla­ma­cio­nes bus­ca­mos la paz en la prosa del mayor escri­tor cata­lán del siglo XX, “nues­tro Pas­cal medi­te­rrá­neo” en pala­bras de JORGE BUSTOS, autor de esta rigu­rosa y apa­sio­nada elu­ci­da­ción de Pla.
 

Doblan las cam­pa­nas anun­ciando que Des­tino publi­cará en noviem­bre tres die­ta­rios iné­di­tos en cas­te­llano de Josep Pla, agru­pa­dos bajo un título irre­pro­cha­ble­mente pla­niano: La vida lenta. Aque­llos que un ató­nito día de uni­ver­si­dad cho­ca­mos –eso sí es un cho­que de tre­nes– con la escri­tura de Pla, y care­ce­mos por des­gra­cia de com­pe­ten­cia lec­tora en len­gua cata­lana, sabe­mos que no impor­tará cuál sea nues­tro nivel de renta en el mes de noviem­bre: gas­ta­re­mos lo que nos pida la Casa del Libro por una nueva dosis del genio de Palafrugell.

Que Des­tino fije noviem­bre –en el 9 de cuyo mes, no sé si se habrán ente­rado, hay con­vo­cado un refe­rén­dum ile­gal que per­si­gue la inde­pen­den­cia de Cata­luña– para tan espe­rado lan­za­miento no obe­dece, sos­pe­cho, a la casua­li­dad o a la inocen­cia. En la deci­sión de la bene­mé­rita casa edi­to­rial, que tan­tos auto­res cata­la­nes des­cu­brió al resto de espa­ño­les y vice­versa, adi­vi­na­mos un intento plau­si­ble, deses­pe­rado, por intro­du­cir algo de seny en un debate cul­tu­ral lamen­ta­ble y com­ple­ta­mente con­ta­mi­nado por el encono político.

 

Desen­ga­ños políticos

Ahora bien. Tam­poco debié­ra­mos car­gar sobre las irre­duc­ti­bles, soli­ta­rias espal­das de Josep Pla i Casa­de­vall nin­guna enco­mienda extra­li­te­ra­ria. Eso supon­dría, de hecho, la mayor de las trai­cio­nes a su legado que, como gran lite­ra­tura que es, repele cual­quier uso pro­pa­gan­dís­tico, uní­voco o ban­de­rizo. Que se lo digan al pobre autor, que pasó los últi­mos años de su vida espe­rando en vano el Pre­mio de Honor de las Letras Cata­la­nas, galar­dón que mere­cía más que nadie desde Ausias March pero cuya adju­di­ca­ción depen­día del cri­te­rio cre­cien­te­mente sec­ta­rio y revan­chista de Ómnium Cul­tu­ral, donde ape­nas el llo­rado Cas­te­llet apo­yaba la can­di­da­tura del maes­tro ampur­da­nés. Así se le hacía pagar su tác­tica con­ni­ven­cia con la inte­lli­gen­tsia fran­quista no menos que sus dia­tri­bas libé­rri­mas con­tra el ya into­ca­ble Jordi Pujol, a quien apo­daba el “mil­hom­bres”. Y eso que no sabía lo de las cuen­tas en Andorra.

En sus últi­mos años se le hizo pagar su tác­tica con­ni­ven­cia con la inte­lli­gen­tsia fran­quista y sus dia­tri­bas con­tra Jordi Pujol

Tam­poco se puede olvi­dar la mili­tan­cia cons­ciente de Pla en el nacio­na­lismo –fue dipu­tado de la Lliga de Cambó, coque­teó con el radi­ca­lismo de Macià–, que blo­quea su reivin­di­ca­ción como estan­darte espa­ño­lista en Cata­luña, si bien muy pronto la Repú­blica y no diga­mos la Gue­rra le cura­rían de arre­ba­tos rup­tu­ris­tas con coar­tada patrió­tica. Pla se sen­tía bási­ca­mente cata­lán pero abo­rre­cía el vic­ti­mismo; con­fe­saba un des­dén agrio (y bas­tante tópico) hacia la Cas­ti­lla real y la sim­bó­lica, pero odiaba el cata­la­nismo polí­tico –“No he com­par­tido nunca las ilu­sio­nes del patrio­te­rismo cata­lán”– y la pro­puesta en serio de la inde­pen­den­cia le pare­cía un dis­pa­rate. Tras muchas pági­nas leí­das de él y sobre él, yo he lle­gado a la con­clu­sión de que Pla fue un desen­ga­ñado pre­ma­turo de toda ideo­lo­gía o credo, pues había tes­ti­mo­niado como corres­pon­sal dema­sia­dos desas­tres que le con­ven­cie­ron (por puro cálculo) de que siem­pre resulta pre­fe­ri­ble el statu quo al aven­tu­re­rismo, y de que la inde­pen­den­cia es mal nego­cio por­que “los cata­la­nes pode­mos hacer muchos cal­zon­ci­llos pero no tene­mos tan­tos culos”.

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Josep Pla en Cale­lla de Pala­fru­gell hacia 1918 (Colec­ción Ver­gés / Fun­da­ción Josep Pla).

En sus obras va fijando toda una nueva norma lite­ra­ria del cata­lán al tiempo que deplora sus insu­fi­cien­cias expre­si­vas, y el tér­mino “este país” sirve exclu­si­va­mente para aco­tar el trozo de tie­rra del Bajo Ampur­dán que se eri­zaba con la tra­mon­tana, que se incen­diaba en los atar­de­ce­res cár­de­nos del Medi­te­rrá­neo y que moría her­mo­sa­mente en las ori­llas de Cale­lla o Pala­mós. El pai­saje, la buena mesa, la rutina inva­ria­ble de la vida payesa: he aquí la única ver­dad medi­te­rrá­nea e inmu­ta­ble, el mode­rado epi­cu­reísmo que cons­ti­tuye la única mili­tan­cia per­mi­tida al hom­bre cuerdo.

Otra cosa es que de la lec­tura atenta de la Obra Com­pleta de Pla –¡más de 30.000 pági­nas, la mayo­ría por tra­du­cir!– se sigan nece­sa­ria­mente lec­cio­nes mora­les y esté­ti­cas que le mar­can a uno para siem­pre; que expli­can ese cho­que epi­fá­nico del que hablaba antes y que levan­tan ante nues­tra sen­si­bi­li­dad el monu­mento colo­sal de un carác­ter, de un estilo, de una ética com­po­si­tiva que ya no olvi­da­mos jamás. Esto es lo que nos importa en este artículo.

 

Cru­zada antirretórica

Pocos escri­to­res de no fic­ción –“lite­ra­tura de obser­va­ción frente a la de ima­gi­na­ción”, como él pre­fe­ría defi­nir su queha­cer, aun­que luego vere­mos que tal fron­tera era en él más arti­fi­cial, más porosa de lo que esta­ría dis­puesto a admi­tir– resul­tan tan reco­no­ci­bles en cual­quier página tomada al azar. Pocos tam­bién ocul­ta­ron tan astu­ta­mente el metó­dico esfuerzo que esa proeza apa­ren­te­mente natu­ra­lí­sima com­porta. Hay un modo de adje­ti­var espe­cí­fi­ca­mente pla­niano, un uso recu­rrente del sin­tagma tri­mem­bre (adje­tivo + sus­tan­tivo + adje­tivo, o bien sus­tan­tivo + tres adje­ti­vos segui­dos sepa­ra­dos por comas), un manejo incon­fun­di­ble del matiz adver­bial y del sufijo cali­fi­ca­tivo en –ble (“ineluc­ta­ble”, “inde­fec­ti­ble”, “ine­na­rra­ble”), una insis­ten­cia en la ora­ción sim­ple copu­la­tiva, una capa­ci­dad mágica para lle­nar de sen­tido tér­mi­nos tan vul­ga­res como “total” o “normal”.

Desde muy joven, el escri­tor ampur­da­nés iden­ti­ficó el barro­quismo y la pedan­te­ría como sus enemi­gos lite­ra­rios. Se dio cuenta de la honda hue­lla que el barroco ha dejado en la len­gua cas­te­llana –y en la cata­lana por con­ta­gio– y tomó par­tido ense­guida por la novela pica­resca frente a las suti­le­zas cal­de­ro­nia­nas o que­ve­des­cas. Con­fun­dió, a mi jui­cio, el barroco con el barro­quismo, que cier­ta­mente ha depa­rado –y depara aún– infu­ma­bles pas­ti­ches donde bri­lla y se enrosca “la voluta cas­te­llana”, ese fra­seo pro­clive a la subor­di­nada cuya fina­li­za­ción sin­tác­tica, según Pla, dibuja la ima­gen de una cola de pes­cado. Frente a esa corriente domi­nante, Pla reivin­dica la sim­pleza casi rudi­men­ta­ria del cata­lán y a los auto­res cas­te­lla­nos que se atre­ven a ser direc­tos y sen­ci­llos, como Baroja o Azo­rín. El autor de El cua­derno gris se tomó su vida –su obra– como una cru­zada con­tra la cur­si­le­ría y el reto­ri­cismo, con­tra los cua­les forjó con mucho tra­bajo un estilo alter­na­tivo en pos de dos valo­res abso­lu­tos: la inte­li­gi­bi­li­dad y la ame­ni­dad. Un escri­tor, por canó­nico que fuera, mere­cía su res­peto solo si sus fra­ses resul­ta­ban inte­li­gi­bles y sus argu­men­tos cla­ros, y ade­más logra­ban entre­te­ner al lec­tor. Todo oscu­ran­tismo debía ser acla­rado; toda hin­cha­zón, pinchada.

Desde muy joven, el escri­tor ampur­da­nés iden­ti­ficó el barro­quismo y la pedan­te­ría como sus enemi­gos literarios

Sin embargo, este cri­te­rio a priori tan ope­ra­tivo siem­pre está sujeto en sus tex­tos crí­ti­cos –reco­miendo el Dic­cio­na­rio Pla de lite­ra­tura com­pi­lado por Valentí Puig– a la olím­pica inter­pre­ta­ción per­so­nal; solo así se explica su entu­siasmo por el rea­lismo que obser­vaba en el Uli­ses de Joyce y las arca­das que le arran­caba la obra entera de Dos­toievski, siendo así que tan­tos lec­to­res enca­llan en la prosa enre­dosa y arti­fi­cial de Joyce mien­tras dis­fru­tan de los con­flic­tos psi­co­ló­gi­cos que trans­pa­ren­tan los per­so­na­jes de Dostoievski.

En reali­dad hay en Pla una sos­pe­cha cons­tante sobre la psi­co­lo­gía y el ver­ba­lismo: cons­tan­te­mente usa lo que podría­mos lla­mar la estra­te­gia del payés, que con­siste en hacerse pasar por una mente popu­lar, empí­rica, para ganar nues­tra sim­pa­tía cuando en reali­dad esta­mos ante uno de los inte­lec­tua­les mejor for­ma­dos del siglo XX euro­peo. En la forma como en el fondo, Pla parece obse­sio­nado con cau­sar­nos la impre­sión de un modesto nota­rio de aldea, pero eso es por­que se había pasado media vida fre­cuen­tando salo­nes de inte­lec­tua­les, artis­tas y polí­ti­cos y había desa­rro­llado una sen­si­bi­li­dad muy fina para detec­tar la impos­tura. Nada le ate­mo­ri­zaba más que ser tomado por otro fachen­doso del país, en pala­bra muy suya. Pero pese a sus esfuer­zos, la abru­ma­dora eru­di­ción, la via­ja­dí­sima expe­rien­cia de mundo, la sofis­ti­ca­ción con­cep­tual sub­yace inevi­ta­ble a cada matiz de su depu­rada prosa, a cada giro sor­pre­sivo, a cada pers­pi­caz distinción.

Desde que empecé a leerle, noté una incon­gruen­cia entre la teo­ría de estilo que reivin­di­caba y su eje­cu­ción mate­rial. Por eso cele­bré la coin­ci­den­cia con su amigo íntimo Bal­ta­sar Por­cel, que expli­caba así esa des­via­ción entre su ideal de pul­cri­tud rea­lista y la gra­vi­ta­ción final, irre­sis­ti­ble, hacia lo ela­bo­rado: “Pla sos­te­nía que su estilo era pre­ciso, nota­rial, pero el impulso que lo indu­cía a escri­bir era tan com­plejo y pode­roso que lo trai­cio­naba y su frase se vol­vía sinuosa, la adje­ti­va­ción adqui­ría cro­ma­tismo, las ideas se le incrus­ta­ban admo­ni­to­rias. Luego todo junto for­maba un estilo entre aba­rro­cado y de mucho relieve, una sen­so­rial y deto­nante retó­rica que a la vez se dis­tan­ciaba de lo que tra­taba y lo pene­traba. Así Pla se con­vir­tió en uno de los gran­des escri­to­res y memo­ria­lis­tas del siglo XX”.

El inevi­ta­ble refi­na­miento de la pluma de Pla impide que con­fun­da­mos sus lien­zos con foto­gra­fías, y en esa crea­ti­vi­dad irre­pri­mi­ble se le cuela a Pla la loca de la casa: la ima­gi­na­ción. Que en reali­dad es la pre­misa de la pre­ci­sión: la que causa la desau­to­ma­ti­za­ción del len­guaje común anqui­lo­sado, por decirlo a la manera del for­ma­lismo ruso, y abre el venero de lo lite­ra­rio. Pla elo­giaba la per­fec­ción de la frase “La puerta es verde”; pero ese tipo de frase es pre­ci­sa­mente el que no se encuen­tra en la obra de Pla. Les sucede a otros muchos auto­res bien avi­sa­dos con­tra los can­tos de sirena barro­cos que sin embargo no son capa­ces de resis­tirse al genio pro­fundo y labe­rín­tico del idioma cas­te­llano. Le sucede en nues­tros días a un pla­niano de pro como Arcadi Espada, que reniega del tropo anti­cien­tí­fico estando él mismo excep­cio­nal­mente dotado para la metá­fora y el conceptismo.

Pese a los tiem­pos muer­tos en pos del adje­tivo ade­cuado, la escri­tura pla­niana se desata con una enga­ñosa fluen­cia que nunca cesa

Sin esa ten­sión entre la suti­leza adqui­rida en mil lec­tu­ras y la pre­ten­sión de cas­ti­cismo no habría estilo Pla. Su mag­ne­tismo único, sos­pe­cho, deriva de esa con­vi­ven­cia ori­gi­nal entre el apunte racio­na­lista y la fra­seo­lo­gía de pue­blo, la ver­dad del bar­quero con la alta filo­so­fía, la pero­gru­llada y la frase hecha mati­zando la obser­va­ción pro­pia inol­vi­da­ble­mente escul­pida; todo en el mismo párrafo. Repe­tía que todo el queha­cer lite­ra­rio se redu­cía al pro­blema del adje­tivo, y hay que enten­der adje­tivo en sen­tido amplio: se trata del pro­blema de la expre­si­vi­dad, del relieve. Así des­cribe por ejem­plo la manera de ver­si­fi­car de Sal­vat: “Era una poe­sía a caba­llo entre el sollozo y la ira­cun­dia, entre la voci­fe­ra­ción y la hume­dad de los ojos en blanco delante de un plato de habi­chue­las con buti­fa­rra”. El purista se escan­da­li­zará de seme­jante uti­llaje crí­tico, pero leyendo esa frase todos enten­de­mos ense­guida los defec­tos esti­lís­ti­cos de Sal­vat. Importa ser muy plás­ti­cos y ame­nos, y por eso se requiere la auda­cia cali­fi­ca­tiva del maes­tro del len­guaje y desde luego el humor, la iro­nía, no pocas veces el afi­lado sar­casmo de la sátira social. Por­que en Pla –creo que no se insiste lo justo en esto– hay una vena de humo­rismo casi tan anto­no­má­sica como en Camba o en Mark Twain.

Con todo, y pese a los tiem­pos muer­tos con­ce­di­dos a la bús­queda del adje­tivo ade­cuado, la escri­tura pla­niana se desata con una enga­ñosa fluen­cia, un empuje torren­cial que nunca cesa, envol­viendo al lec­tor en su corriente de opi­nio­nes y des­crip­cio­nes, de pen­sa­mien­tos y retra­tos, de máxi­mas sapien­cia­les y ata­ques a ter­ce­ros. Todos estos ingre­dien­tes cons­ti­tu­yen la mate­ria de la que está hecha una obra sin­gu­la­rí­sima de la que cabría decir, como se dice de la de Bor­ges, que edi­fica toda una lite­ra­tura. En el cau­dal libre de la prosa de Pla no es inusual encon­trar fran­cas con­tra­dic­cio­nes de jui­cio, pero las cons­tan­tes con­ser­va­do­ras son indu­da­bles: “Las cua­tro des­gra­cias empie­zan por R: Reforma, Rous­seau, Revo­lu­ción y Roman­ti­cismo. El mundo de nues­tros días”.

 

El viejo humanismo

En efecto, Pla renun­cia al mundo de nues­tros días y se enclaus­tra en el Mas Pla –la vieja masía fami­liar de Llo­friu– para leer y escri­bir, beber whisky, salir a pasear y reci­bir a los ami­gos. Pero no nos enga­ñe­mos: esa “vida lenta” solo adviene tras déca­das de agi­tada acti­vi­dad perio­dís­tica, de corres­pon­sa­lías euro­peas, de com­pro­miso en la fie­bre polí­tica de la época. Era la pura expe­rien­cia –trau­mas como el de su cober­tura de la hiper­in­fla­ción ale­mana de entre­gue­rras, ger­men del nazismo, cuando una barra de pan cos­taba en Ber­lín un ¡billón! de mar­cos– la que le lle­vaba a decla­rar ante Soler Serrano, en impa­ga­ble entre­vista del pro­grama A fondo de TVE: “Cuando les das el poder a los vir­tuo­sos, todo el mundo se muere de ham­bre”. Lo decía y a con­ti­nua­ción el falso payés apre­taba la man­dí­bula, los ojos duros, la boina calada, los dedos enzar­za­dos en torno a un ciga­rri­llo de liar.

Frente al mesías del pro­le­ta­riado o el caris­má­tico de la nueva patria, Pla reivin­dica al bur­gués ado­ce­nado e inofen­sivo que el pin­tor Rusi­ñol fus­ti­gaba en sus nove­las satí­ri­cas pro­ta­go­ni­za­das por el señor Esteve: “El señor Esteve es un patán, un poco ram­plón, vul­ga­rí­simo, pero paga reli­gio­sa­mente sus deu­das y hace honor a sus com­pro­mi­sos. No es juer­guista, ni chis­moso, ni es un apro­ve­chado, ni un tipo que acos­tum­bre a dar gato por lie­bre. Es vul­gar, pero serio. Es insig­ni­fi­cante, pero posi­tivo, no es genial, pero sí efi­caz. Es gro­tesco, pero res­pe­ta­ble, y cha­ba­cano sin ser mala per­sona. Etcé­tera. Sobre el señor Esteve –sobre los millo­nes de seño­res Esteve que pue­blan la Tie­rra– se ha cons­truido ese poco de liber­tad que puede con­se­guirse en este mundo, ese tro­cito de tole­ran­cia que hace posi­ble la exis­ten­cia humana, los pro­gre­sos obte­ni­dos y el escaso bie­nes­tar que este país –y los otros– ha dado de sí”. Sabía lo que decía.

Ahora que vuel­ven la con­vul­sión, la urgen­cia his­tó­rica y los sal­va­pa­trias de de barri­cada o barre­tina, uno encuen­tra la paz rele­yendo a nues­tro Pas­cal medi­te­rrá­neo, que defi­nía las revo­lu­cio­nes como “dia­rreas his­tó­ri­cas colec­ti­vas a las que sue­len pro­pen­der los pue­blos sin mucha enti­dad”. Pla se sen­tía here­dero del mora­lismo fran­cés –Boi­leau, Cham­fort, La Roche­fou­cauld, La Bru­yére, Mon­taigne– y en 1942 publicó su céle­bre teo­ría de la pro­pina, de la que uno pro­cura no apar­tarse dema­siado desde que la des­cu­brió citada por Xavier Peri­cay: “El hom­bre que cons­ciente o incons­cien­te­mente suponga o crea que éste es el mejor de los mun­dos posi­bles vivirá rabioso y fre­né­tico, mien­tras que quien parta de la idea de que esto es un valle de lágri­mas corre­gido por un sis­tema de pro­pi­nas, vivirá resig­nado y tranquilo”.

Es el suyo un con­ser­va­du­rismo pagano, de raíz clá­sica, eterno como las máxi­mas de Epic­teto y los cal­dos de ave de la gas­tro­no­mía popular

El viejo ideal huma­nista –un huma­nismo escép­tico, cierto, pero con toda su sere­ni­dad indi­vi­dua­lista; “meta­fí­sico cabreo” lo llamó Páni­ker– late en el fondo de este pesi­mismo pro­gra­má­tico que no se ciega ante los pro­ble­mas pero que extrema la pru­den­cia con las (impro­ba­bles) solu­cio­nes. Por esta vía llegó Pla al des­cré­dito de la “emo­ción nacio­na­lista” y de todo mis­ti­cismo con­tra­rio al pro­greso cien­tí­fico y al suave hedo­nismo latino capaz de com­bi­nar lo epi­cú­reo y lo estoico. Es el suyo un con­ser­va­du­rismo pagano, de raíz clá­sica, eterno como las máxi­mas de Epic­teto y los cal­dos de ave de la gas­tro­no­mía popu­lar, y su prosa se bene­fi­cia de esa tex­tura espi­ri­tual ten­sada entre los polos de lo cien­tí­fico y lo poético.

 

Pla nove­lista y reportero

Josep Pla se creyó siem­pre poco dotado para la fabu­la­ción narra­tiva. Se sabía ben­de­cido por el don de la obser­va­ción, que cana­lizó y per­fec­cionó (y a menudo adornó) en la pulida plas­ti­ci­dad de sus des­crip­cio­nes –“yo me subía a un monte, me ponía delante de un pino y me pasaba horas ensa­yando su des­crip­ción exacta”–, y des­con­fiaba de que esa facul­tad fuera sufi­ciente para armar una gran novela. Sin embargo tiene al menos dos que, sin ser cum­bres del canon nove­lís­tico de siglo XX espa­ñol, depa­ran hitos de ver­da­dera maes­tría en alguien tan rea­cio a la “lite­ra­tura de ima­gi­na­ción”. Se trata de La calle Estre­cha y de Noc­turno de pri­ma­vera. En la pri­mera se sir­vió del alter ego de un médico rural para apli­car la teo­ría stend­ha­liana del espejo, paseando su escru­pu­loso azo­gue por los tipos huma­nos y los pai­sa­jes de un pue­ble­cito ampur­da­nés. El resul­tado es de una pie­dad bal­za­quiana con­mo­ve­dora. En Noc­turno de pri­ma­vera, en cam­bio, el espejo que usa es defor­mante, casi esper­pén­tico, y el retrato social omnis­ciente que allí com­pone vehi­cula una feroz misan­tro­pía, una minu­ciosa embes­tida con­tra el arque­tipo bur­gués del muni­ci­pio con feria, pozo de tedio y mez­quin­dad asfi­xian­tes docu­men­tado en el rural cata­lán de pos­gue­rra pero a la vez uni­ver­sal y eterno.

En dichas nove­las se cons­tata ade­más la diver­tida falta de oído de Pla para el diá­logo: todos sus per­so­na­jes, aun los más menes­tra­les, hablan como Pla, adje­ti­van como Pla, expre­san los mis­mos pre­jui­cios con las mis­mas pala­bras que el Pla canó­nico, die­ta­rista. Por eso digo que Pla es una lite­ra­tura en sí mismo, pero no por su varie­dad sino por su terca con­sis­ten­cia: tanto da abrir sus repor­ta­jes que sus pági­nas de memo­ria­lismo o sus rela­tos para hallar un dia­pa­són único, un tono incon­fun­di­ble, un mismo com­pás de sere­nata flu­vial, pri­vada, personalísima.

Se creyó siem­pre poco dotado para la fabu­la­ción narra­tiva, pero La calle estre­cha y Noc­turno de pri­ma­vera depa­ran hitos de ver­da­dera maes­tría en alguien tan rea­cio a la “lite­ra­tura de imaginación”

Entre sus obras afor­tu­na­da­mente tra­du­ci­das yo des­ta­ca­ría ade­más su librito sobre el escul­tor cata­lán Manuel Hugué, pri­mo­ro­sa­mente edi­tado por Libros del Aste­roide. Vida de Manolo es una breve bio­gra­fía escrita en 1927 que por enton­ces el poeta Ridruejo –tra­duc­tor nor­ma­tivo de El cua­derno grisjuzgó el mejor libro publi­cado en España en los últi­mos treinta años. El autor cono­ció a Hugué en 1919, y ense­guida des­cu­brió en su bio­gra­fía pica­resca y genial un filón lite­ra­rio donde ensa­yar sus dotes de retra­tista. Su modelo (reme­dado ya desde el título con modes­tia iró­nica marca de la casa) no es otro que la Vida de John­son de Bos­well, la cum­bre del género lite­ra­rio bio­grá­fico de todos los tiem­pos. Un Pla trein­ta­ñero se mues­tra aquí fiel a la téc­nica ins­ti­tuida por el bri­tá­nico: retra­tar al bio­gra­fiado a par­tir de su con­ver­sa­ción (con las aco­ta­cio­nes de ambiente impres­cin­di­bles), logrando el máximo efecto de auten­ti­ci­dad, de pre­sen­cia del pro­ta­go­nista, en tanto que el autor se ciñe a la fun­ción de mero trans­crip­tor de unos tes­ti­mo­nios for­mi­da­bles. En esta obrita Pla anti­cipa los méto­dos com­po­si­ti­vos del Nuevo Perio­dismo sin nin­guna nece­si­dad de pro­cla­marlo: mane­jando con sabi­du­ría el arti­fi­cio de la dis­tan­cia justa para con­fe­rir dimen­sión mítica –mag­né­tica– al dicha­ra­chero escul­tor, un pícaro sim­pá­tico y talen­toso que se movió en el lum­pen bar­ce­lo­nés de fines del XIX y en la bohe­mia pari­sina de prin­ci­pios de siglo, donde se codeó con Picasso, Moréas, Albé­niz, Apo­lli­naire o San­tiago Rusi­ñol. Pos­te­rior­mente aqui­la­ta­ría su pulso de retra­tista anto­ló­gico en los estu­pen­dos Home­nots, donde sin embargo se des­pega del enfo­que nota­rial del repor­tero puro.

Llofriu, el paisaje ampurdanés de la 'vida lenta' de Pla, tras una tormenta de verano (2014).
Llo­friu, el pai­saje ampur­da­nés de la “vida lenta” de Pla, tras una tor­menta de verano (2014).

Siem­pre me ha pare­cido que aque­llos que dicen que la cabeza es la parte más impor­tante del ser humano están equi­vo­ca­dos. Pro­ba­ble­mente las par­tes más impor­tan­tes del hom­bre son las rodi­llas y los múscu­los del brazo”. Por estas sen­ten­cias tan serias en su apa­rente comi­ci­dad, por la voca­ción qui­rúr­gica –indes­ma­ya­ble– con que disec­cionó el mundo y su repre­sen­ta­ción, por su sacer­do­cio agnós­tico pero abne­ga­dí­simo en el altar dia­rio de la escri­tura, por su ética inne­go­cia­ble de lo con­creto y de la mera tran­qui­li­dad frente a los altos lla­ma­mien­tos de los embau­ca­do­res, por su sub­je­ti­vi­dad monu­men­tal y casi agre­siva de resis­tente, ama­mos a Josep Pla. El maes­tro que nos enseñó defi­ni­ti­va­mente a no fiar­nos de los idea­lis­tas y a no sepa­rar­nos nunca de las cosas mis­mas: la eterna feno­me­no­lo­gía mediterránea.

JORGE BUSTOS (@JorgeBustos1)

Una ver­sión de este artículo ha sido publi­cada en el número de sep­tiem­bre de 2014, 255, de la Revista LEER (cóm­pralo en tu quiosco y en libre­rías selec­cio­na­das, o mejor aún, sus­crí­bete).

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